Cuando tuvo el accidente, el abuelo padeció lo insufrible, no por el dolor propio de unas contusiones que dejaron el rastro en su piel de algunos hematomas, sino por el daño injusto que ocasionó a su nieta, sentada sobre él en aquel taburete tabernario. Inexplicablemente, una caída fortuita los precipitó contra el suelo, sin tiempo ni para desenredar los pies de entre las patas de la alta silla ni para pedir ayuda a los que los rodeaban. Durante ese segundo fatídico, que le pareció una eternidad, intentó girarse en el aire para no aplastar con su peso a la niña, estrellándose de costado y con ella a su lado. El abuelo sufrió contusiones, pero su nieta se partió un hueso de la pierna y fue necesario operarla. Cada vez que la ve con su extremidad escalonada, un dolor punzante e insoportable le mortifica desde las entrañas. Son las contusiones del alma por un accidente del que se siente culpable. ¡Cosas del abuelo!