Ayer vino a verme Jaime Luengo. Lo hace a menudo, al menos una vez al mes.
Sin previo aviso, la figura muy vencida de Jaime se asoma con una sonrisa por mi despacho. Y el tiempo se toma un respiro. Dejo lo que esté haciendo.
Se sienta Jaime, con la confianza de conocerme de antes de haber nacido. Era amigo de mi padre antes de yo nacer; amigo de un tiempo y una edad en la que se forjan las amistades que duran toda la vida. Parejas de recién casados que se encontraron en un Aluche de extrarradio y aluvión. Venidos de todas partes de España. Jóvenes entonces.
No era Jaime como otro cualquiera, como tampoco lo era mi padre. Hombre de vasta cultura, se había formado en humanidades como dominico, filósofo en España y teólogo por la Universidad de Oxford. Y, sin embargo, era y es un hombre sencillo.
Sin pretensiones.
Ayer entró Jaime, digo, con lentitud, ahora que lleva un collarín para sujetar sus maltrechas cervicales. Se sienta enfrente y hay un brillo travieso en su mirada. Viene a hablar, a debatir sobre filosofía o teología. A devolverme o traerme un libro.
Jaime es Traductor Jurado de dos idiomas y padre de seis hijos; pero sigue siendo – pensando – como dominico. Es una condición con la que se muere, una manera de pensar que se graba a fuego. Respeto y admiro su uso del latín, el apoyo que obtiene de Aristóteles o Santo Tomás.
Jaime es un vestigio precioso de algo que muere: la palabra pensada.
Ayer hablamos de Dios como absoluto. Jaime me explica que Dios se conoce – y se enamora – de sí mismo, y forma un concepto. Un sentido. Lo llamamos “logo”, la palabra.
Como en San Juan, le digo.
Claro. Pero es Santo Tomás el que mejor lo sabe ver. Es el Espíritu Santo.
Pasamos a debatir sobre la “Cláusula filioque”. Es curioso, me dice; los católicos están cambiando la fórmula de la absolución. Del “yo te absuelvo” están pasando al “yo te declaro absuelto”. Es un síntoma más de que la iglesia evoluciona. Jaime tiene puestas muchas esperanzas en este Papa.
La conversación se mece por meandros agradables; de Santo Tomás a Pascal. Yo le insisto: el Absoluto. Jaime acude a mi admirado Parménides: “ex nihilo nihil fit; nada surge de la nada”. No me sirve; no ante la indeterminación. No ante la incertidumbre como principio.
“Claro; te riges por tu lógica.”
“¿No hay salvación en mí?”, le pregunto.
“Jesús está más en ti que en mí mismo. De eso estoy seguro”.
“Pero; ¿y si no? No necesito a Dios”.
Y es entonces que Jaime me ofrece la verdadera talla de quien es:
“Antonio, Santo Tomás decía que si tu conciencia te dicta una cosa, aunque venga un ángel a revelártela no le hagas caso. Sigue a tu conciencia”.
Hemos hablado del tercer nivel de la lógica Aristotélica que se adentra en la ontología, del “primer motor” o de existencialismo; pero me quedo con el mensaje ecuménico y conciliador de Jaime, mi amigo. Sólo se exalta cuando habla de la jerarquía eclesiástica y del anquilosamiento teológico que propugnan las más altas esferas. Le pido, una vez más, que grabemos estas conversaciones; que hay foros en los que querría que se escuchase su voz. Al menos que mantengamos un debate por escrito. Pero me responde con evasivas. A Jaime le apetece pasear, venir a verme. Charlar.
Lo veo cansado.
Se despide Jaime con un chiste: Dios Padre, Jesús y el Espíritu Santo deciden dónde pasar las vacaciones:
“A Rusia”, propone el Espíritu Santo. Dios Padre se niega: allí no está bien visto.
“A Tierra Santa”, dice el Padre. Pero Jesús se opone; es un sitio que le trae malos recuerdos.
“Al Vaticano”, es la propuesta de Jesús.
El Espíritu Santo se lo piensa: “Pues mira, sí. La verdad es que me apetece. Es un lugar en el que jamás he estado”.
Y Jaime sale de mi despacho, riendo por lo bajo. Es peligroso mi amigo. Su iglesia podría ser la mía.
No se me ocurre mejor elogio.Soy un hombre afortunado por poder disfrutar de estas perlas atemporales. Que me gustaría compartir. Que me aterra perder.
Antonio Carrillo.