Muchos libros de gran contenido son perdidos en la memoria de las personas de otra época, de otro lugar, de otros tiempos.Hoy quise traer uno de esos libros que me han llegado al alma y al corazón, que han logrado cautivar mi mente con sus hermosos relatos, con su precioso lenguaje plagado de emociones y valores.Nuestra generación va perdiendo de a poco esos valores: el respeto a los mayores, a sus educadores, a sus amigos, la propia negación de sí mismo para dar valor al pobre y al menesteroso, a aquel que poco y nada tiene.Realmente este libro no sólo cautiva por su forma de estar redactado, sino también por todas aquellas cosas que suponemos perdidas.Hemos de encontrar en su lectura un arma para derrotar al pesimismo, a la soledad, a la decepción.Si un niño tuvo el valor de tales hazañas, debemos estar seguros de tener también, al menos, el valor de recordarlas.
Aquí uno de los primeros capítulos.
¡Qué desgracia!
Viernes, 21
Yendo esta mañana a la escuela refiriendo a mi padre lo que nos dijera ayer el maestro, vimos de pronto mucha gente apiñada ante la puerta del grupo escolar.-¡Alguna desgracia! -dijo mi padre-. ¡Mal empieza el curso!Entramos no sin dificultad. El gran zaguán se hallaba repleto de padres de alumnos y de chicos a los que los maestros no lograban hacer entrar en clase y todos miraban con insistencia hacia el despacho del Director, oyéndose decir: «¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robetti!»Por encima de las cabezas, en el fondo de la habitación, llena de gente, sobresalían el quepis de un guardia municipal y la gran calva del señor Director. Entró un señor con sombrero de copa, y dijeron:-Es el médico.Mi padre preguntó a un maestro:-¿Qué ha sucedido?-Le ha pasado una rueda por el pie y se lo ha lastimado -respondió el interpelado.-Se ha roto el pie -dijo otro.Se trataba de un chico de la segunda, que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grossa, al ver caer en medio de la calle, a pocos pasos de un ómnibus que se echaba encima, a un niño de párvulos, que se había soltado de la mano de su madre, corrió en su ayuda, lo cogió y lo puso a salvo, pero sin poder impedir que le pasara por encima de un pie la rueda del ómnibus.Mientras nos referían esto, entró en el zaguán como loca una mujer que se abría paso con decisión entre la gente. Era la madre de Robetti, a la que habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó los brazos al cuello: era la madre del niño salvado del peligro.Ambas entraron en el cuarto de la dirección y al punto se oyó un grito desgarrador:-¡Julio! ¡Hijo de mi alma!En aquel momento se detuvo un coche delante de la puerta y poco después apareció el señor Director con el chico herido en brazos, que estaba muy pálido y con los ojos cerrados, apoyando la cabeza sobre el hombro del Director.Todos guardamos silencio absoluto, tan sólo roto por los sollozos de la madre. El señor Director se detuvo un instante y levantó con los dos brazos al muchacho que llevaba para que lo viésemos todos. Los maestros y maestras, los padres y los chicos, exclamamos a una:-¡Bravo, Robetti! ¡Eres un gran muchacho! ¡Un verdadero héroe! ¡Pobre chico!Y le enviaban besos al aire. Las maestras y los chicos que se hallaban más cerca de él le besaban las manos y los brazos. El abrió los ojos y murmuró:-¡Mi cartera!La madre del pequeñito salvado se la enseñó gimoteando, y le dijo:-Te la llevo yo, ángel mío; te la llevo yo.Entretanto se mantenía en pie la madre del herido, que se cubría el rostro con las manos.Salieron, acomodaron a Julio en el coche y éste partió. Entonces todos entramos silenciosos en la escuela.
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