Corazones de acero

Publicado el 17 enero 2015 por Josep2010

Los cinéfilos veteranos crecieron en una época en la que en casi cada pueblo había por lo menos un cine y la diversión habitual consistía en llenar las salas las tardes dominicales en sesiones dobles:
¿Qué echan?
Hoy estupendo: una del oeste y una de guerra.
¡Cojonudo! A las cuatro, en la puerta del cine.

Ahora, en este siglo XXI, muchos cines han desaparecido, las sesiones se han reducido lo mismo que las pantallas y los géneros permanecen como adjetivos usados por gentes extrañas que se fijan en detalles que a casi nadie les importan un comino.
Siendo como es la guerra un acontecimiento económico de primera magnitud que comporta daños colaterales cifrados en la muerte de miles de personas -la mayoría de ellas sin posibilidad alguna de obtener beneficios derivados de la contienda- resulta natural que el cine, como las otras artes, le haya dedicado especial atención; a causa de su gravedad, podríamos decir que hay dos grandes formas de afrontar un relato bélico: en serio y en broma; y no se pueden mezclar.
Tomar el enfrentamiento guerrero en broma abarcaría desde la parodia hasta la cinta de acción maniquea, de buenos y malos, mero pretexto para ofrecer imágenes briosas buscando el impacto visual que entretenga.
Las películas bélicas serias acostumbran a contener mensajes pacifistas aunque algunas derivan en meros panfletos publicitarios que intentan justificar lo injustificable.
Quedarse a mitad de camino, en tierra de nadie, indefinido, no suele dar un buen resultado.
Si damos por sentado que Woody Allen es un autor cinematográfico porque dirige películas basadas en guiones propios, deberíamos aceptar que David Ayer es también un autor cinematográfico, pero esa línea argumental nos llevaría a unos derroteros que quizás devendrían en bizantinos.
David Ayer ha escrito nueve guiones y ha dirigido cinco películas basadas en los mismos y está preparando una nueva fechoría, pero no me vuelve a pillar desprevenido, porque me acordaré de su nombre: David Ayer ejerce de juan palomo en la recientemente multi estrenada Fury cuyo título ha sido adaptado -que no traducido- al castellano como Corazones de acero, por el mismo motivo desconocido de siempre, ya que dudo que el encargado lo haya hecho acordándose de la magnífica Furia de Fritz Lang porque cualquier parecido es pura imaginación lisérgica.

La furia del título original está escrita en trazo grueso en el cañón de un carro de combate Sherman del ejército estadounidense interviniente en campaña guerrera en territorio alemán en el año 1945, o sea, cuando ya las fuerzas germanas estaban acorraladas en su propia casa y como quien dice a un paso de la rendición absoluta, mermadas sus fuerzas y su ímpetu inicial.
Ese vehículo acorazado está comandado por un sargento con cuatro hombres, dos conductores y dos artilleros, conviviendo todos en el reducido ámbito de la máquina.
La situación de partida da campo para muchas líneas que podrían resultar interesantes en manos mucho más ágiles, imaginativas, creativas y cuidadosas que las de David Ayer que ya desde los primeros minutos cae en los estereotipos fáciles mezclando sin compasión ideas sensibleras con actos miserables procurando, eso sí, que las acciones de los malos sean, aparte de inverosímiles, más nefastas que ninguna: así, por ejemplo, resulta que los alemanes todavía pueden bombardear con artillería y obuses, pero cuando dan en el blanco lo hacen sobre sus propios conciudadanos, rizando el rizo del chiste que asegura que cuando en una mala película bélica alguien muestra la foto de su novia, está pronto a morir: cuando un alemán siquiera habla con un estadounidense, fijo que palma: ni te digo si, además, le hace una tortilla y le canta canciones al piano: ruina total.
La inanidad del guión es absoluta, oscilando entre frases sueltas que parecen provenir de alguna revista del Reader's Digest y cambios de actitud de los personajes que apuntan a problemas psicológicos graves, todo ello tratado con una superficialidad propia de un tebeo para críos: no cabe la posibilidad que la película de Ayer esté destinada a público infantil pues la poderosa MPAA la calificó como R, así que su destinatario se supone será adulto y sabrá soportar sin sobresaltos los pobres diálogos trufados de tacos, llenos de palabrotas y huecos de sentido y lógica.
La forma en que se desarrolla la trama es tan ligera que pretender sostener un alegato de cualquier clase sobre ella es pura entelequia: además, el guión de Ayer se queda a las puertas de todo: no toma partido ni presenta hechos correctamente, alejándose conforme avanza el tedioso metraje de la posibilidad de situarse en el grupo de películas serias sobre hechos bélicos.
Colocados pues en la tesitura de considerar el producto como un entretenimiento imaginativo, tampoco el resultado obtenido es satisfactorio: el ritmo se resiente por la construcción cinematográfica del camino que sigue el carro de combate en sus aventuras y el hecho que en dos ocasiones, al menos, sea solicitada su actividad como indispensable para una salvación de gentes anónimas, no salva el ridículo ostensible de comprobar que, de repente, las ametralladoras de cada bando disparan ráfagas de colores distintos, como si de láseres se tratara, lo que mueve a risa: uno espera ver aparecer algún Jedi de repente: nada peor que una trazadora insistente para señalar dónde se oculta el tirador; de pena.
Como añadido, los caracteres de los cinco tipos que viven en el Sherman se nos presentan de forma burda y sencilla: apenas sabemos nada de ellos más allá de cuatro frases cortas y rimbombantes que no alcanzan a crear la empatía suficiente para hacernos sufrir por su suerte, no en vano su vida está discurriendo en una guerra: de los otros, nada se sabe, apenas alcanzado a meros figurantes: la irrealidad de algunas acciones tampoco ayuda y la ausencia de unos villanos definidos y conocidos deja a los supuestos héroes muy solitarios.
David Ayer desprecia la posibilidad de recrearse en la estupenda maqueta interior que seguramente se hizo construir para rodar el habitáculo del Sherman, donde la llegada de un novato inexperto ofrece la oportunidad de mostrar, por ejemplo, problemas de convivencia en tan reducido espacio, por no hablar de sentimiento de claustrofobia y pánico, todo lo cual queda fuera de pantalla.
Es de advertir que el elenco obviamente se esfuerza sobremanera para otorgar credibilidad a unos personajes de poca enjundia, mal construidos: da la sensación que todos lamentan hallarse ante lo que hubiera podido ser una buena historia, conscientes de la pérdida de tiempo y esfuerzo.

Guerra sí, pero no honor ni gloria.
Como director David Ayer sabe emplazar la cámara diestramente pero resulta enfático en exceso y le falta ritmo a su caligrafía: entendiendo que es quien manda a todos, no en vano también ejerce como productor, habrá que darle la culpa del tono grisáceo azulado que impregna cada fotograma, seguramente buscando una seriedad que no alcanza, una frialdad que lo aleje del ya conocido Orange/Blue cayendo en el extremo opuesto seguramente sin la aquiescencia de Roman Vasyanov que no pierde detalle y enfoca de maravilla: desventajas del digital: llega uno, después, y lo repinta a su gusto. Mala suerte para los camarógrafos profesionales.
En resumen, más de dos horas difíciles de digerir por culpa de un guión que no merece la pantalla grande que han puesto a su disposición, porque ni alcanza a ser un drama, ni un alegato, ni un concierto pirotécnico, ni una colección de acciones que muevan la adrenalina y emocionen o asombren al espectador, atónito únicamente por el incremento exponencial de soldados alemanes que acaban muriendo, al punto que se hace difícil considerar la credibilidad del conjunto.
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