Corresponsal científico (1)

Publicado el 07 junio 2016 por Jmlopezvega

N o me siento, me derrumbo. Acaban de darme el mazazo de que mi vuelo de conexión se retrasa una hora. "Otra más", le digo a la señorita encargada de tragarse las quejas, por si no bastaban las otras dos que ya me habían clavado, pero la Gioconda uniformada se limita a sonreírme desde su enigmática atalaya. Ni fea ni despampanante, aguanta con frígida cortesía mis protestas cada vez menos enérgicas y acto seguido me inyecta una sarta de mentiras, como sedantes para un orate levantisco. Solo el adagio de que los hombres no lloran me hace mantener la compostura entre el gentío, evitando suplicarle de rodillas una compasión para la que no está autorizada.

Soy incapaz de regresar a los tenderetes de franquicias, esa ciudad en miniatura que han clonado en todos los aeropuertos del mundo, donde la quincalla alcanza precios de órdago. En las 2 horas precedentes había merodeado lo bastante y me embadurné con muestras gratuitas de cuatro colonias distintas. Ningún pellejo normal toleraría otra aspersión de sándalo, cedro libanés o chufa indonesia. ¿Una estilográfica, unos zapatos ingleses, un reloj suizo? Mi asesor fiscal lo juzgaría inconcebible. ¿Quizá lencería a doscientos euros el gramo? Tampoco le haría gracia: el suyo es un gremio de mojigatos.

Así que me derrumbo y, desmelenado, saco los pies de los zapatos que los asfixian. Veremos qué sucede el Día del Juicio -entiendo que descalzarse en público llevará su pena-, pero hoy es necesidad perentoria, tanto como placer inenarrable. Libero mis pies de sus crueles hormas para que el aire acondicionado les acaricie el lomo. A mi alrededor no veo putas -lo que en un aeropuerto no es ilógico-, pero tampoco veo masajistas de pies. (El buen emprendedor detectará un nicho negocioso: del limpiabotas al masajista podálico, signo inequívoco de progreso.) Por suerte, mis calcetines no tienen agujeros y nadie parece fijarse en mis pies. Por si acaso, los parapeto tras una silla y adopto una postura entre digna y displicente, como un ejecutivo que hubiera zanjado una crisis espantosa y vuela en clase turista para dar ejemplo de austeridad y no ha tenido más remedio que excarcelar sus pies. Pies desprovistos de humanidad. Muñones magmáticos con un solo dedo, un dedo gordopastoso que irradia calor y dolor, dolor y calor, en llamaradas brutales que trepan hasta las ingles.

Me derrumbo y declino el ofrecimiento de otra cerveza. El camarero se apiada de mi aspecto y hace un caritativo mutis. Otra cerveza -otra ración más de lo que sea- sería funesta para un tubo digestivo muy apaleado por el almuerzo en el vuelo precedente. Lucrecio Borgia, el sobrecargo, me dispensó una bandeja con productos químicos de vaga apariencia comestible y me siento como el mastuerzo que trafica con droga embuchada en las tripas. (Se me enciende otra oportunidad de lucro. Servicio depurativo integral: refresque los pies, desatasque las asaduras y acumule puntos de vuelo.)

Pero soy periodista. Periodista y memorialista y crítico de cine. Filólogo, mentiroso, juez de paz, viajero asqueado de viajar, músico frustrado y profesor de nada. No me cuesta pergeñar una página de sucesos: "Encuentran cadáver de periodista en banco del aeropuerto, con los pies gangrenados. Ha trascendido, sin confirmación oficial, que el muerto venía de sufrir una decepción amorosa en Praga".

Habíamos subido a Hradcany en el tranvía turístico. En el trayecto, brindando con un espumoso menos que mediocre, le dije que jamás estuvo más bella. Se lo dije y era verdad, incluso creo que nunca estará más guapa. Fugazmente, se evaporó el intruso avejentado que se inmiscuía en mis espejos, ese panzón grotesco y derrotado que fingía ser mi reflejo. Fugazmente, ella me contagió su elasticidad risueña, voluble y perfecta. Pero todo era un mero preludio de que se largaba, y allí me dejó, de humillada piedra, abandonado en la tiniebla solitaria e inmune a toda razón. Y me veo arrastrándome, Narudovna abajo, como un despreciable reptil, el amante ridículo que no la merece. Y rompo a llorar (ahora sí), lloro descalzo y nadie indaga el motivo.