Soy incapaz de regresar a los tenderetes de franquicias, esa ciudad en miniatura que han clonado en todos los aeropuertos del mundo, donde la quincalla alcanza precios de órdago. En las 2 horas precedentes había merodeado lo bastante y me embadurné con muestras gratuitas de cuatro colonias distintas. Ningún pellejo normal toleraría otra aspersión de sándalo, cedro libanés o chufa indonesia. ¿Una estilográfica, unos zapatos ingleses, un reloj suizo? Mi asesor fiscal lo juzgaría inconcebible. ¿Quizá lencería a doscientos euros el gramo? Tampoco le haría gracia: el suyo es un gremio de mojigatos.
Así que me derrumbo y, desmelenado, saco los pies de los zapatos que los asfixian. Veremos qué sucede el Día del Juicio -entiendo que descalzarse en público llevará su pena-, pero hoy es necesidad perentoria, tanto como placer inenarrable. Libero mis pies de sus crueles hormas para que el aire acondicionado les acaricie el lomo. A mi alrededor no veo putas -lo que en un aeropuerto no es ilógico-, pero tampoco veo masajistas de pies. (El buen emprendedor detectará un nicho negocioso: del limpiabotas al masajista podálico, signo inequívoco de progreso.) Por suerte, mis calcetines no tienen agujeros y nadie parece fijarse en mis pies. Por si acaso, los parapeto tras una silla y adopto una postura entre digna y displicente, como un ejecutivo que hubiera zanjado una crisis espantosa y vuela en clase turista para dar ejemplo de austeridad y no ha tenido más remedio que excarcelar sus pies. Pies desprovistos de humanidad. Muñones magmáticos con un solo dedo, un dedo gordopastoso que irradia calor y dolor, dolor y calor, en llamaradas brutales que trepan hasta las ingles.
Me derrumbo y declino el ofrecimiento de otra cerveza. El camarero se apiada de mi aspecto y hace un caritativo mutis. Otra cerveza -otra ración más de lo que sea- sería funesta para un tubo digestivo muy apaleado por el almuerzo en el vuelo precedente. Lucrecio Borgia, el sobrecargo, me dispensó una bandeja con productos químicos de vaga apariencia comestible y me siento como el mastuerzo que trafica con droga embuchada en las tripas. (Se me enciende otra oportunidad de lucro. Servicio depurativo integral: refresque los pies, desatasque las asaduras y acumule puntos de vuelo.)
Pero soy periodista. Periodista y memorialista y crítico de cine. Filólogo, mentiroso, juez de paz, viajero asqueado de viajar, músico frustrado y profesor de nada. No me cuesta pergeñar una página de sucesos: "Encuentran cadáver de periodista en banco del aeropuerto, con los pies gangrenados. Ha trascendido, sin confirmación oficial, que el muerto venía de sufrir una decepción amorosa en Praga".
Habíamos subido a Hradcany en el tranvía turístico. En el trayecto, brindando con un espumoso menos que mediocre, le dije que jamás estuvo más bella. Se lo dije y era verdad, incluso creo que nunca estará más guapa. Fugazmente, se evaporó el intruso avejentado que se inmiscuía en mis espejos, ese panzón grotesco y derrotado que fingía ser mi reflejo. Fugazmente, ella me contagió su elasticidad risueña, voluble y perfecta. Pero todo era un mero preludio de que se largaba, y allí me dejó, de humillada piedra, abandonado en la tiniebla solitaria e inmune a toda razón. Y me veo arrastrándome, Narudovna abajo, como un despreciable reptil, el amante ridículo que no la merece. Y rompo a llorar (ahora sí), lloro descalzo y nadie indaga el motivo.