Hoy todos los medios se hacen eco de la ley que pretende asignar a los hijos los apellidos por orden alfabético (¿habrá intervenido aquí la larga mano de Millás?) en caso de que no haya acuerdo entre los progenitores.
No voy a afirmar aquí que semejante norma sea injusta, pero sí que cabe preguntarse si de veras es necesaria, siquiera pertinente, máxime con la que está cayendo. Sería comparable a que alguien, a quien se le está desplomando el techo de la casa, se dedicara adornar los reposabrazos con tapetes de ganchillo.
Uno, que no quiere ser malpensado, pero los años mandan, no puede dejar de sospechar que todas estas leyes exóticas y prescindibles, pero sin excepción polémicas (como la que acabo de citar o la que regulaba la retirada de símbolos religiosos de las aulas), que alumbra este ejecutivo que nos toca sufrir, no son sino cortinas de humo para que no hablemos de lo que veras importa y que, a la vista de los hechos, han desistido de poder arreglar, que es la situación económica.
Y lo peor es que les dan pábulo.