Chávez me caía de cojones porque no era perfecto. Porque creo que hay poca gente perfecta y si la hubiera me daría mucho miedo. Una persona perfecta seguro que es consciente de su perfección y eso es sumamente peligroso. Chávez era, por ejemplo, militar, que es algo que yo difícilmente comprendo como vocación en la vida. Tenía un fervor religioso de esos que a mí me empalagan.
Bien pensado, quizás es mejor explicar ciertas cosas usando un símil muy tosco. Como a veces pienso si no soy no tanto del Barça como antagonista a toda la chulería y la españolización que representa el Madrid, puede que fuera de Chávez, que me cayera tan bien justo porque detesto a la gran mayoría de los que él importunaba. Detesto lo que representan los que se pronunciaban contra él en vida y, muy coherentemente con su baja condición, una vez ha muerto.
Menos pobreza y menos analfabetismo. Hay bagajes que no tienen discusión posible, y ese es uno que deja la gestión de Chávez. Deja los saludos y las alabanzas encendidas de los líderes de izquierdas de la América Latina, y puede que su presencia y su firmeza tenga algo que ver en el prolongado tiempo en que no hay golpes militares que descabalguen gobiernos legítimos del poder. Deja un doble Twit de Oliver Stone, cuyas películas son irregulares pero cuya posición política es sólida, que se despide y le llama amigo entre pocos cientos de caracteres de emoción. Deja también un sucesor que ya ha especulado con alguna teoría descabellada, pero que me parece más bien un gato meando para marcar su territorio.
O un defensa central que le enseña los tacos al delantero a la primera jugada.
Cosas del fútbol.