Cosas del jamón y la mortadela

Por Negrevernis

No, no he comprado salchichón. Ni queso. Ni mortadela -decía mi madre.
- ¿Por qué? -preguntaba yo, cada semana.
- Porque te lo comes -respondía ella.
Así de claro, sin más opción que la de asumir que mamá intentaba rozar el borde del vestido de Bernarda Alba, aunque, ni en la superficie ni en el fondo se le parecía -más mala, más universal la viuda-, sino sólo mala baba.
- No lo compro porque aquí no dura nada ni una semana, así que no. Te aguantas. -decía ella, mientras papá informaba que, cuando él era joven, las meriendas eran chocolate y pan duro de ese del que se te caen los dientes, y la naranja, para Reyes. Ni qué decir tiene que no servía de nada recordar que yo no había vivido la postguerra en Madrid; vamos: que anda que no quedaban años aún para que yo naciera. Y qué culpa tenía yo, me preguntaba, para que el chocolate de entonces no fuera como el de ahora y se te cayeran los dientes.
Me venían las palabras de mi madre (porque no, y punto: como te lo comes, no lo compro para la merienda, que aquí no dura nada) mientras colocaba esta mañana la nevera; el embutido de la merienda de Niña Pequeña en sus tupper de colores, el redondo para la mortadela de aceitunas, vaya, que le gusta... ¿Qué pretendería mamá con sus sabias palabras al negarse a comprarme el jamón de york o el chorizo de-toda-la-vida? ¿Qué oscuras enseñanzas esconderían su categórica frase? Porque me consta que ella lo del pan y chocolate esos de los dientes, no. ¿Por qué pretendería ella que la mortadela, por ejemplo, durara en casa, dos niños pequeños, más de una semana? 
Más de treinta años después sigo preguntándomelo.
- Mamá -llama Niña Pequeña.
- ¿Hum?
- ¿Hay bocata esta tarde de merienda? -dice su voz, desde las profundidades de su cuarto.
- Claro, que para eso esta mañana compramos el embutido.