Revista Cultura y Ocio

Cosas en las que creo y de las que no me aparto / Redux con polen en las calles

Por Calvodemora
Cosas en las que creo y de las que no me aparto / Redux con polen en las calles


Creo en la intimidad de los relojes.

En el prevención del dolor.
En la ebriedad de los abrazos.
En los ojos de Bette Davis.
En el tacto de la arena.
En el blanco de una hoja antes del poema.
En el efecto curativo del amor.
En los afectos.
En las manos de Bill Evans.
En las salas de cine cuando se apaga la luz.
En los patios de recreo en las escuelas.
En los domingos cuando llueve al borde de una novela de intriga.
En la cruzada contra todos los tercos del mundo.
En los sonetos de Góngora.
En el bourbon amable de las noches.
En la lluvia ofrecida como un regalo.
En la HBO.
En las palabras de los niños.
En el verbo promiscuo del sexo.
En la longevidad de la luz.
En la lujuria semántica de las metáforas.
En el vértigo dulce de la fonética.
En el progreso.
En todos los libros que amaré y que no he leído.
En la historia del Minotauro contada por Borges.
En los sueños y en lo que traemos luego cuando despertamos.
En los hoteles a pie de playa.
En los veranos en Fuengirola, cuando todavía no conocía a Kafka.
En las road movies.
En los riffs de los setenta.
En el choco de Punta Umbría.
En la verdad, doliendo incluso.
En la mentira, aunque me hunda con ella.
En el olor de los libros.
En la soledad presentida en las calles.
En los músicos de jazz que te hablan al oído.
En George Bailey.
En las minutos que preceden al sueño.
En una librería que había cerca de la Facultad de Magisterio, en Córdoba.
En la luz del flexo.
En el poder liberador de las palabras.
En la independencia moral del hombre frente a la religión.
En la inspiración.
En los altares, aunque no vea en ellos dios alguno.
En el trabajo terco que sirve a los demás.
En los amigos del Norte.
En las canciones de amor.
En los conciertos al aire libre.
En los versos de Walt Whitman.
En el cine negro.
En los cuentos breves.
En los abrazos largos.
En las calles de mi infancia.
En los viajes de fin de curso cuando tienes doce años.
En el arrepentimiento.
En la cordura.
En la certeza de que un mundo mejor siempre es posible, aunque sea mentira.
En la luna en la calle Bourbon.
En el agua en un aljibe.
En las barras de bar, en todo lo que siempre te reservan.
En los amores imposibles que terminan en tragedia.
En la dulce pereza de las siesta.
En la rapsodia bohemia.
En las erecciones imprevistas.
En la mansedumbre.
En el desaliño que precede al orden.
En los cuentos de fantasmas.
En la imperfección.
En el león de la Metro.
En la hermandad de las estrellas, sea lo que sea eso.
En las nubes arriba en el cielo.
En la oscuridad de una sala de cine.
En el desprecintado de un buen disco recién comprado.
En la bondad de la gente a pesar de que sea escasa y dure poco.
En la imaginación.
En los diálogos de Woody Allen.
En los paseos marítimos.
En la RKO.
En Bach, sí, en Bach, en Telemann, en todos los de esa cuadrilla.
En los escaparates reventones de libros.
En las ninfas de los ríos.
En las brújulas del alma.
En la Verve.
En John Ford.
En el instinto.
En la firmeza.
En la caída de la casa Usher.
En el Rey Amarillo.
En los bares de A Coruña.
En la duda.
En los prodigios del azar.
En el azar mismo.
En que los demás crean en el dios al que yo no alcanzo.
En los poemas que te sacuden, en los que te acompañan siempre.
En la espuma de la cerveza.
En los amigos, en lo que me dan, en lo que les doy.
En la risa, en la sonrisa, en la carcajada, no importa el orden, de verdad.
En el llanto.
En la noche casi por encima de todo.
En el alto y luminoso idioma inglés de Shakespeare.
En Leonard Cohen adaptando a Lorca.
En Russ Meyer, en todas sus ubérrimas divas de ubres generosas.
En mis alumnos, cuando se ríen.
En el saxo catedralicio de Coleman Hawkins.
En las tribulaciones de Nabokov al inventar a Lolita.
En Gil de Biedma en las Filipinas.
En Poe, perdido, en las últimas calles de la absenta.
En mi mujer y en mis hijos.
En el coro operístico de la rapsodia bohemia.
En mi ipod cuando va pletórico de blues.
En los muertos de todas las novelas de serie nera.
En las bestias míticas de Lovecraft.
En la panza barroca de Lezama Lima.
En las calles del barrio de la Villa en Priego de Córdoba.
En la vuelta a casa por el judería en los ochenta.
En las vueltas del aire.
En la nieve limpia que cubre los coches en mi calle.
En la ciencia por encima de los salmos.
En el bendito gozo de abrazar otro cuerpo.
En el ajedrez, en las partidas con mi amigo Marcelino.
En las calles de Londres, donde nunca he estado.
En las piscinas del verano.
En las mantas del invierno.
En los días ebrios.
En la melancolía.
En Peter Pan.
En Billy Wilder.
En las ecuaciones de segundo grado.
En la evidencia del amor cuando no lo esperas.
En el rumor del invierno en la ventana.
En los sultanes del swing.
En el vals para Debbie.
En Billie Holiday.
En el insomnio de la sangre.
En la belleza de las heridas.
En la obediencia de los días.
En lo mágico cotidiano.
En el novicio temblor de sentirse amado.
En los excesos.
En la nieve.
En el asombro.
En la modestia.
En los tigres.
En las repeticiones.
En los laberintos y en los espejos.
En el vértigo.
En los abismos.
En la profanación de los altares.
En el diario minucioso del alma.
En lo inasible.
En la disidencia.
En esa leve comezón que anuncia el júbilo.
En la felicidad sencilla de un solo de trompeta.
En el pudor.
En todas las vidas improbables que no tengo.
En Thunder road.
En el río de Heráclito.
En los himnos sin letra.
En las resacas.
En los poetas.
En la ternura.
En el olor a libro nuevo.
En las posadas a mitad de la noche.
En los regalos.
En el vuelo de la carne alegre.
En el frío.
En las rosas.
En las lagartijas en los muros.
En los trampolínes.
En las turbaciones.
En las perplejidades.
En los asombros.
En mi hija cuando habla con veneración del inglés y de sus prodigios.
En los preliminares.
En el oleaje.
En los jadeos.
En las distancias.
En los domingos vibrando en un kiosko.
En las fugas.
En el despilfarro.
En la pureza.
En la impureza.
En las imprecisiones.
En los jinetes, vastos y nocturnos.
En las palabras que arden en los diccionarios.
En los nombres.
En los goles de Zidane.
En la gloria de saberse póstumo.
En los íntimos avatares de la felicidad.
En la manga del tahúr.
En los periódicos, en los bares, con un café, sin que nada te distraiga.
En la blonda de la novia.
En las libaciones de la razón.
En las alucinaciones.
En la épica de los perdedores.
En remotos pájaros improvisados.
En las tramas de Hitchcock.
En los fuegos artificiales.
En el néctar libado a conciencia.
En Summertime, when the living is easy.
En el confort de los trenes.
En un concierto de Pat Metheny en La Axerquía hace más de veinte años.
En los patios de Córdoba.
En Kafka, en Samsa, en los dos algunas veces.
En Funés El Memorioso, al que siempre le tengo envidia.
En las biografías de los héroes.
En el Renacimiento.
En la cubierta del Potémkin.
En amigo Antonio Sánchez, mi hermano.
En la anuencia del cuerpo.
En Grecia, en Roma, en todo lo que heredamos.
En los palacios abandonados.
En la imprevisiblidad, en la previsibilidad.
En un violín tocado muy lastimeramente.
En el orden secreto de las cosas.
En el invisible andamiaje de las horas.
En caballos desbocados en un sueño.
En las sílabas del tiempo.
En la cordura.
En el cansancio.
En la mécanica celeste.
En las fuentes en el campo.
En la obscenidad, en todo lo sucio que esconde.
En lo frívolo, en todo lo burdo que esconde.
En la sangre.
En el cine de espías.
En las novelas victorianas.
En las novelas de viajes en el tiempo.
En la voz de Jeff Buckley cantando Hallelulah.
En la voz de Rufus Wanwright cantando Hallelulah.
En Yesterday cantado por Ray Charles.
En las trincheras contra el fanatismo.
En los superhéroes de la Marvel.
En el escenario de un teatro.
En los asedios galantes.
En la pompa y en la circunstancia.
En el polen.
En las gacelas en un cuadro.
En El Circo del Sol.
En el discreto oficio de irse uno viviendo.
En Humphrey y en Sam.
En todos los papales de glorioso secundario de Walter Brennan.
En todos los papeles de glorioso secundario de Peter Lorre.
En todos los papeles de glorioso secundario de Basil Rathbone.
En los secretos, en la epifanía absoluta de su revelación.
En los palimpsestos.
En la caligrafía del deseo.
En el ayer, por lo que me cuenta.
En el mañana, por lo que me contará.
En los misterios, que hacen la vida absolutamente dichosa.
En la fragilidad.
En Stan Getz filtrando bossa nova.
En el cinemascope.
En los veranos con mi tío Alberto en el Figueroa.
En Sunset Boulevard.
En el sur.
En el norte.
En los vicios, sin los que no somos nada más que criaturas tristes.
En Oliver Twist.
En Roberta Pedon.
En los cromos del Atleti, que quién sabe si volverá esta noche a ganar cosas.
En el corazón tan blando, en la lengua tan generosa.
En el alambique formidable de los sueños.
En la pólvora.
En el fuego.
En el festín de los ojos.
En mis ojos abiertos como lunas perfectas viendo a Queen en 1985.
En los malabarismos de Burt Lancaster.
En la zozobra.
En las walkirias.
En Coppola sobre el Mékong.
En John Coltrane en el Village Vanguard.
En las volutas barrocas de Bach.
En un tren de algodón que anoche descarriló en mis sueños.
En la noche en las afueras.
En el libro que ahora estoy leyendo.
En el día de mañana.
En la mujer que yo quiero, la yunta y todo eso.
En la farándula.
En la lucidez.
En los viernes.
En el azul.
En la inteligencia, en sus ruinas.
En las alfombras, en las cortinas, en las bufandas, no sé en qué orden.
En el tabaco eventual, en el obstinado a veces.
En las imprudencias.
En las algas.
En las películas de tiburones.
En Charles Laughton.
En las hélices.
En Robert Louis Stevenson.
En las hadas.
En Scarlett Johansson.
En el piano de Sakamoto improvisando la feliz navidad de Mr. Lawrence.
En mi hijo tocando esa pieza en su modestísimo teclado.
En las repeticiones.
En todas las que he dejado escrito en este volunto de domingo de ramos.
En mis Bowers and Wilkins.
En la soledad cuando se busca.

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