Shakespeare dado por muerto
Es posible que todo lo que se necesita saber sobre la vida esté en el teatro de Shakespeare. Lo dicen los que los han leído, gente muy de libros, muy de haber vivido también y de saber qué hay afuera, en el mundo. No hay cosa que se pueda pensar que antes no esté en el discurso de los personajes de Shakespeare. No afirmaré yo que eso sea cierto. He leído poco y quizá mal al bardo inglés. He visto adaptaciones teatrales y mucho, mucho cine con el reclamo fantástico de sus representaciones y he amado el precioso sonido de la lengua inglesa, la dicción de sus actores y actrices o la sensación, luego confirmada, de que está a punto de ocurrir algo extraordinario y de que vamos a asistir a esa circunstancia, impregnándonos de su dramatismo, llevándonos después a casa un pedazo de vida, la que no solemos despachar nosotros, la grandiosa, la que escarba en lo hondo y saca todas las emociones que es capaz de sentir el alma. Quizá sobre Shakespeare o quizá la realidad, la dura realidad, esté invitándonos a pensar que de verdad ese teatro ampuloso y trascendente sobra. Su cuota de tragedia la cubren los informativos, la prensa, toda esa rueda infame de cosas extraordinarias a las que asistimos y de las que después no podemos, por más que deseemos, desprendernos. Uno se levanta comido por la corrupción, incendiado por la ira de la injusticia o arrebatado por el desprecio a la clase política, que en tiempos de Shakespeare eran los nobles, los reyes, los elegidos o los mimados por la fortuna. Las series de televisión están haciendo que Shakespeare no se lea, si es que es un autor leído, en el fondo. Es posible que esta oferta brutal acabe por aturdirnos definitivamente y no sepamos a qué acudir, qué píldora tomar cada noche, si la de la tragedia o la de comedia, si meternos en la piel de una amada despechada o en la del rey que se duele de la codicia doméstica. Y se acuesta uno sin haberse desembarazado de ese dolor con el que salió de la cama.
Shine on you
Me dice un amigo que escribo sin pensar en lo que escribo, lo que me hace pensar que hablo sin escribir lo que pienso. Hay conversaciones que convendría guardar, frases que te invaden y que después no sabes armar, como si tuvieses idea de su osadía pero no dispusieses del ardid que la trae de nuevo. Me dice este amigo, al que veo poco o incluso menos que eso, que no se puede escribir a diario como lo hago yo. Que esa exposición produce por fuerza textos irrelevantes. No se puede ser brillante todas las veces, me dice. No se pretende la brillantez, le replico, dejándole hablar, sin que vea una defensa en mis palabras. No he pensado jamás en que yo escriba por brillar. Frank Sinatra brillaba. Carl Lewis brillaba. San Juan de la Cruz brillaba. No es fácil la adquisición del brillo. Ni siquiera se recomienda. Hace que perdamos más que ganemos; hace que el mundo no sea el mismo y lo veamos con los ojos nublados por una sensibilidad excesiva tal vez. Volvemos al mundo de los poetas. Deberíamos ser todos poetas. Todos, al menos, leer poesía. No sucederá tal cosa. Nunca sucederá. Tampoco brillaremos o lo haremos a ráfagas. Como si una alta entidad espiritual - no se me ocurre que dios sea una palabra incorrecta a este propósito - nos concediera la bondad de la belleza y pudiéramos contemplarla libremente, sin la contaminación habitual, en una especie de pureza. Escribo sin ser puro. Una vez quise emborronar mis sentidos por ver si escribía sin ataduras, no cohibido por los prejuicios, desatado y puro. Me apliqué una ingesta elevada de licores y procedí. De ese hace mucho tiempo. No salió nada remarcable, nada que luego yo pudiera leer en privado y de lo que extraer algún sentido. No lo tenía. No suele tenerlo. Escribir es siempre un ejercicio de riesgo. Se carece de certezas, se va a ciegas, se tienta, se palpa, se conmueve uno con los hallazgos y regresa a la mediocridad una líneas más abajo o a la futilidad tres después. Todo banal, todo frágil. Da igual escribir mucho o escribir poco. En realidad, todo da un poco lo mismo de vez en cuando. Y brillar. Eso de brillar. A veces se brilla, claro. Hay días en los que se percibe ese brillo. A ratos se percibe. Como destellos. Brillo a destellos.