Cosas que me gustaría haber dicho

Publicado el 26 octubre 2013 por Jesuscortes
a R.M.D.C.
Imagino que muchos de los que conocimos el cine de Abbas Kiarostami con "Zire darakhatan zeyton" allá por 1995, cuando empezó a hablarse insistentemente de su obra en festivales, o los que pudieron hacerlo aún antes, nos dedicamos a retroceder en su copioso pasado y no tardamos en llevarnos sorpresas.
Si fueron un par de años ("Zendegi va digar hich"), siete ("Khane-ye doust kodjast?"), doce ("Hamsarayan") o veinte ("Mossafer") los que conseguimos remontarnos, no encontramos sino films tan buenos o mejores que el último y nuevas facetas de un cineasta que quizá habíamos hecho de menos si llegamos a pensar que "Zire..." era una especie de cumbre al fin avistada desde Occidente. 
Tal vez por ser aún más diverso, "Namay-e nazdik" (1990) vino a acabar de poner un poco de desorden, que siempre viene bien, en una obra que aún no había quien abarcara y realmente comprendiera inequívocamente.
Lo propuesto por "Namay-e nazdik" antes que aclarar, reforzaba esa impresión.
Eran tan elementales cuantas palabras e imágenes emanaban de sus películas, que las argumentaciones que se habían encaminado a "demostrar" su valor, era fácil, irónicamente, que contribuyeran a rebajarlas y fiar su efectividad a aspectos exóticos.
Las escasas certezas (tratamiento de niños, paciencia en las descripciones, texto exiguo...) con "Namay-e nazdik", se tambalearon y eso que no sabíamos que no era sino el principio de un camino que lleva, de momento, hasta "Shirin".  
Otra vez el viejo asunto de las distancias.
Sus declaraciones en prensa o revistas desarmaban al más pintado y era habitual leer cómo "encendía la luz" al entrevistador de turno si se enredaba en interiorismos y un metalenguaje del todo contraproducente.
Frente a un material como el suyo, tan poco críptico y con tan pocas pretensiones, si se quería llegar cerca del corazón de su proceder, había que hacer algo tan simple como escuchar y observar.
La elaboración, la reflexión, la implicación personal eran para colmo muy poco rígidas - una actitud antes que una meta, muy poco "resultadista" y por tanto imprevisible -, tanto como para aprovechar cualquier inconveniencia, aparición inesperada o cambio de rumbo acontecido en el rodaje para beneficio del film, que permanecía abierto hasta el mismo instante en que, recuperando en toda su verdad un recurso godardiano - recolectado por Jean-Luc de resquicios que nadie relacionó - se congelaba la imagen.     
Casi desafiante en su complejidad, "Namay-e nazdik" sólo produce dos frutos, que hasta podemos confundir con sus materias primas dado lo rico de su mecanismo narrativo: sencillez y humanidad.
Acaso el mayor homenaje filmado por un cineasta como tributo a una obra ajena (un buen film, "Bycicleran", convertido ipso facto en hito neorrealista, recién fallecido el Ayatollah) junto a diversos capítulos del vastísimo "Histoire(s) du cinema", "Namay-e nazdik" construye como se sabe un suceso real y permite a Kiarostami, mientras registra los acontecimientos, pensar.
Construye, no reconstruye, pues el prefijo privaría de sentido a su proceder. Precisamente en esa edificación, que no se hace por imitación al original o utiliza sus despojos para volver a levantarlo, está el auténtico quid de la cuestión.
Pensar, como digo, en las apariencias (todos los personajes muestran una cara y esconden otra), pensar en una gran utopía (el anhelo de que el cine signifique algo importante para la gente, no sólo para los cinéfilos), pensar, inevitablemente, en el mismo cine.
Un tipo, quizá no muy cuerdo, sacado de la cárcel por Kiarostami, aturdido y con esa extraña calma de los "culpables", resulta, en medio de esta disquisición a la que a veces es ajeno, una de las más inolvidables y emotivas corporeizaciones del creador cinematográfico.
Humildemente encomendado a un amigo, Mohsen Makhmalbaf, el propio Kiarostami jamás enarbolaría tal bandera. 
"Un cineasta es también un actor" dice el malogrado Hossain Sabzian al juez, que se interesa por su caso pero no acierta a explicarse por qué es la parte menos vistosa del oficio la que le obsesionó. Según lo movilizado que quede con sus palabras, se convertirá, sin saberlo, en espectador o en actor.
Ese tipo de conversión o transformación según la implicación es la única que podemos encontrar en el cine de Kiarostami, singularmente laico y nada proselitista.
Todos, todos y cada uno de los que aparecen haciendo de ellos mismos, se convierten en actores al mismo tiempo que la realidad se torna ficción en cuanto Abbas ha precisado la distancia correcta. La suya, que es la misma distancia del espectador, porque él es el primero que mira a su propio film, el primer interesado en comprender.
Esa mirada puede armarse sobre una coreografía exacta (la prodigiosa escena en que detienen a Sabzian en la casa, que pudiera haber estado en "Topaz"), sobre una textura rugosa y difusa (la escena, real, en que se encuentran Sabzian y Makhmalbaf, hábilmente elíptica y secreta por el uso del teleobjetivo y la simulación de un problema de sonido: lo que se tienen que decir debe quedar en buena medida entre ellos*) o sobre una perspectiva múltiple (de nuevo, la estancia en la casa, que vemos dos veces, desde fuera y desde dentro).
Toda esta exuberancia acude a Kiarostami cuando empieza a abordar la juventud y la madurez de sus personajes, una vez explorada a fondo la niñez, a la que volverá.
Sobre las "edades del hombre" da vueltas sin cesar su cine, geográficamente siempre estrecho, acontezca donde acontezca la acción. Ahora con "Like someone in love" ha llegado a la vejez, pero parece difícil que se quede ahí.
Sin ser tan sistemático y quizá mucho menos ambicioso que Roberto Rossellini - del que recordaba Truffaut en la introducción del libro escrito por José Luis Guarner, que pasó de filmar islas y ciudades a países, luego continentes y hasta periodos históricos muy amplios - parecido espíritu los impulsa.
* Es divertido que en IMDB y en varias páginas web copiadas en cadena de ahí probablemente, ¡aparece  la foto de Sabzian donde debía estar la de Makhmalbaf!