En esto de las religiones, hay que reconocer que la mitología nórdica tuvo mala suerte. Si en lugar de Snorri Sturluson, las Eddas que contaban los hechos de los Aesir, Vanir y Jotuns hubieran sido dadas a conocer por Jack Kirby, es obvio que ni cristianos ni musulmanes se habrían comido un torrao y hoy los templos de adoración tendrían espectaculares y épicos altares con ilustraciones del profeta Kirby narrando la epopeya de los dioses nórdicos en lugar de episodios bíblicos o versos del Corán.
Y si no me creen, échenle un vistazo al reciente volumen de la edición Master Gold que acaba de editar Panini recopilando los Relatos de Asgard de Jack Kirby y Stan Lee. Una obra donde Kirby despliega sin freno esa capacidad única de llevar al papel la fuerza y la épica hasta reconvertirla en pura epopeya. Pese al espantoso recoloreado photoshopero lleno de brillitos y volúmenes de esta edición, capaz de destrozar la labor del dibujante más dotado, el trabajo de Kirby se convierte rápidamente en protagonista, conectando rápidamente con esa imaginación inocente que todavía cree en héroes y que se maravilla ante lo imposible. Por alguna razón ignota, el poderoso trazo de Kirby se convierte en una especie de llave maestra que desbloquea nuestra racionalidad consciente y adulta para imbuirnos de ese delicioso “sentido de la maravilla”, completamente entregados a una épica tan sencilla como contundente y disfrutable. Esa cósmica grandeza que impregna cada página y de la que uno se contagia con ganas, nos creemos esa mítica Asgard y nos refocilamos en ese disfrute inocente si se quiere, hasta infantil, pero maravilloso.
Nadie ha sabido trasladar al papel esa grandiosidad cósmica, esa épica incomensurable como lo hizo Kirby. El único que supo, más que heredar, aprovechar en cierta medida esa concepción de lo cósmico fue Jim Starlin. Es evidente que el grequiano estilo de dibujo de dimensiones imposibles de Starlin no podía llegar, ni de lejos, a transmitir la fuerza que conseguía Kirby en un único trazo, pero supo sacar partido de sus limitaciones para dotar a la serie de Capitán Marvel de un espíritu novedoso, que reconvertía el drama basado en el tradicional síndrome de último mohicano, ups, perdón, kryptoniano, a un terreno cosmológico donde lo infinito se transforma en carga dramática y donde la épica vital de Kirby es sustituida por una épica de la muerte. Un empujón en esa consideración adulta del género superheroico, esta vez ayudado de las obvias conexiones con la ciencia-ficción que permitía el personaje, que llegaría a su punto álgido con la novela gráfica La muerte del Capitán Marvel, casi un punto de inflexión en el género que parte de una idea tan bien conocida como paradójica: el superhéroe también es humano. Todos los poderes del mundo, todos los superhéroes del universo, un ser alienígena que contiene infinita energía, se muere de un vulgar cáncer, tan humano como cotidiano. Se pueden enumerar cientos de incongruencias en la idea y en el desarrollo, pero lo cierto es que Starlin supo escenificar un drama que funciona, quizás leído hoy chirrían un poco más los efectismos lacrimógenos, pero consigue hacer olvidar todas sus posibles incoherencias centrándose en la tragedia personal del alienígena Mar-Vell, logrando un hito desconocido en el universo Marvel: introducir la muerte como un elemento natural dentro de la mitología superheroica. No era nueva, cierto, y también se introdujo revestida de personaje a través de Thanos, pero abría una forma más adulta de tragedia dentro de los universos superheroicos que pronto se reconvertiría en simple y suculenta estrategia de marketing. A favor de Starlin hay que decir que la muerte que plasmó fue tan, tan dramática, que nadie se atrevió a resucitar al personaje (creo, que me corrijan los expertos), convirtiendo al señor Mar-Vell en el único pobre desgraciado que no ha resucitado… Vale la pena aprovechar el volumen Vida y muerte del Capitán Marvel que publica Panini en su colección Marvel Gold y recuperar esta obra de Starlin.