El artículo de Paisaje Transversal, publicado a finales de abril 2020, comienza con una aseveración radicalmente cierta a la vez que potencialmente trágica, caso de que la pandemia se prolongue y se acabe instalando una “nueva normalidad” que nada tenga que ver con las experiencias y la vida cotidiana de la ciudad que hemos conocido durante toda nuestra vida hasta comienzos de Marzo de este año: “la pandemia actúa contra la idea misma de ciudad, atacando a priori la esencia misma de nuestros modelos urbanos”.
Exactamente, como en las pestes antiguas, la pandemia se ceba con las grandes ciudades, más cuanto mayor sea su tamaño, su densidad, complejidad e interconexiones con otras realidades urbano-metropolitanas semejantes.
Como en las pestes antiguas, el campo, el aislamiento autosuficiente en pequeñas aldeas o en explotaciones agrícolas señoriales, es el mejor seguro frente al contagio y los riesgos de la ciudad. La diferencia en la actualidad es que el campo ya no representa al 90% de la población mundial, como sucedía hasta mediados del siglo XX, sino a cifras rápidamente decrecientes. El presente y el futuro de la especie humana se juega en las ciudades y en las grandes áreas metropolitanas.
Pero hay otra diferencia significativa respecto a las pandemias del pasado. La tecnología actual de las telecomunicaciones permite en algunos sectores el teletrabajo, aunque habitualmente siempre con determinadas restricciones a favor de los contactos físicos más o menos pautados; con la proximidad relativa como valor añadido, tanto más significativo cuanto mayores sean los niveles de responsabilidad y posicionamiento jerárquico en las escalas corporativas.
Es cierto que las multitudes ya no se congregan en la catedral a implorar la intercesión divina en la solución de sus problemas sanitarios. Las personas hablan, trabajan, se relacionan e incluso se consuelan a distancia, desde el aislamiento.
Sin embargo proporciones aún significativas de la población siguen trabajando presencialmente en una serie de sectores básicos: en los servicios avanzados (banca, consultorías, etc.), en la administración y la política, en servicios esenciales para la población (sanidad, educación, cuidado de las personas mayores), en el mantenimiento de los servicios infraestructurales básicos (transporte público urbano e interurbano, energía, agua, depuración, etc.), en el transporte de mercancías, distribución y logística, en la agricultura intensiva y extensiva, en el mantenimiento de los servicios urbanosindispensables ( limpieza, seguridad y orden público, jardinería, etc.), en las infraestructurasy equipamientos turísticos (tan afectados por esta crisis).
En todo caso la utopía ruralista de unas sociedades que renegaran masivamente de su condición urbana, que intentaran establecerse en ambientes semirurales con densidades muy bajas, interconectadas por medios telemáticos y dependientes generalizadamente de la movilidad privada para la vida cotidiana de la mayoría de sus integrantes (relaciones sociales y laborales imprescindibles, educación en sus distintos niveles, cuidados sanitarios y gerontológicos, gestiones habituales, deporte y ocio, etc.) supondría con toda seguridad un notable agravamiento de las crisis medioambiental y climática que tantos científicos relacionan estrechamente con la crisis sanitaria actual y con otras posibles pandemias en futuros cada vez mas amenazadores y cercanos.
El consumo de territorio virgen y las necesidades de inmensas infraestructuras de urbanización de todo tipo, el consumo de agua, combustibles fósiles y/oenergía eléctrica, la gestión de los residuos sólidos y líquidos, la alteración de porcentajes crecientes de los cada vez más escasos ecosistemas naturales, la contaminación de suelos, aguas y atmósfera, etcétera, etcétera, harían de esta salida una falsa alternativa que agravaría aún más los actuales e insostenibles impactos medioambientales, acercando el colapso climático y acelerando la extinción masiva de especies animales y vegetales en que estamos instalados hace decenios.
En fin, una salida posiblemente aceptable en un planeta con 500 millones de seres humanos pero no con los 7700 millones actuales o los cerca de 10 mil millones previstos para mediados del siglo XXI.
Si esa utopía ruralista no parece convincente, menos lo es aún la salida “business as usual”, que, desafortunadamente es muy probable que sea la que triunfe, como sucedió después de la crisis financiera del 2008.
El retomar dentro de unos meses o de un año la senda de la hiperespecialización productiva (China, la fábrica del mundo, incluidos los virus), la profundización en la globalización y el libre comercio desregulado, la destrucción de los ecosistemas, la movilidad incesante, el consumo acelerado de energía y, en general, el consumismo a escala planetaria es una solución suicida. Los incendios del año 2019, la rápida evolución al alza de las temperaturas (hoy, 3 de mayo, 35º en Sevilla, por poner solo un ejemplo), las incesantes estadísticas sobre el ritmo de extinción de especies animales, la pandemia global de la COVID-19 que ha paralizado el mundo, etc., son avisos de una claridad y gravedad innegable.
La salida necesaria, también utópica dada la importancia de las transformaciones imprescindibles, parece sin embargo la única posible, la única realista de cara a la supervivencia de la especie y las esperanzas de una felicidad y bienestar razonables para una amplia mayoría de la población del planeta. Estas serían algunos de sus presupuestos básicos.
La apuesta por un sistema inclusivo y solidario a escala global es la condición de partida. Tanto la crisis climática como la sanitaria, la migratoria y la alimentaria tienen dimensiones planetarias. La subida de las temperaturas no se puede detener desde un simple plan de transición energética en Alemania o en el conjunto de la Unión Europea, por ambicioso que sea. Como tampoco se pueden poner fronteras a los virus ni a los grandes movimientos de población impulsados por la guerra, el hambre y la radical diferencia de oportunidades y riqueza.
Este sistema inclusivo y solidario deberá tener programas a escala de las ciudades, las áreas metropolitanas, las regiones, los países y los continentes. Solo de esta manera se solucionarán las insoportables tensiones migratorias e, incluso, las exageradas tasas de natalidad que, paradójicamente, caracterizan las situaciones de extrema pobreza.
A escala de los países, las federaciones de países y otras formas de cooperacióninterestatal, se deberán privilegiar los sistemas públicos que aseguren las atenciones básicas al conjunto de la población: los servicios sanitarios (como se acaba de comprobar en la actual crisis), la educación y la investigación, el acceso al aguay la atención a niños y ancianos. Así como regular de manera eficaz el acceso a la vivienda a precios (alquiler, adquisición) razonables y proporcionados a los niveles salariales.
La crisis sanitaria también ha venido a poner en candelero la importancia de asegurar algunas formas de autonomía básica: al menos la autonomía alimentarias, médico-farmacéutica, de suministro de agua y energía, a escala de países y/o federaciones. La extremada dependencia actual de un único país de algunos productos básicos (mascarillas, respiradores, etc.) esta probando cumplidamente sus gravísimos riesgos.
Por fin, en términos urbanos y territoriales, pienso que se debe seguir apostando por los valores de la proximidad, por la promoción de los modos de transporte limpios (peatonal, ciclista, transporte público), de solidaridad y sentimientos de pertenencia locales y barriales, por la complejidad social y funcional y la tolerancia. Todo ello sin desconocer, por supuesto, las posibilidades y complementariedad que abren los modos digitales de trabajo, relacióny consumo.
Si se cumplen las condiciones apuntadas en los puntos anteriores (servicios públicos eficientes, autonomías básicas, etc.), este modelo de ciudad podrá asegurar la defensa frente a futuros riesgos, así como facilitar que se resuelvan las grandes crisis sistémicas actuales (clima, destrucción de ecosistemas, extinción de especies, etc.).
La apuesta es ciertamente difícil, pero pienso que proporcionada a la extremada gravedad de las amenazas que se ciernen sobre la especie humana. Sería la prueba definitiva de que, los que alegremente nos autodenominamos “sapiens”, merecemos ese calificativo por algo más que por ser capaces de adornar nuestras vidas de objetos, actividades y comportamientos superfluos, seguramente innecesarios y con harta frecuencia altamente nocivos.
Ramón López de Lucio es arquitecto-urbanista, Doctor en Planeamiento Urbano y excatedrático de Planeamiento Urbanístico en la E.T.S. de Arquitectura de Madrid. Cuenta con una extensa práctica profesional en los terrenos del planeamiento y el diseño urbano en Madrid, Galicia y País Vasco, siendo autor de numerosas publicaciones sobre Urbanismo.
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Durante estas semanas estamos publicando diferentes reflexiones y contenidos sobre el impacto del coronavirus en el futuro de nuestras ciudades y del urbanismo.
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Créditos de las imágenes:
Imagen 1: Tras el huracán Sandy la Administración de Obama puso en marcha el concurso Rebuild by design que tenía como objetivo repensar el modelo urbano de Nueva York a través de la resiliencia para adaptar la ciudad a los efectos e impactos de la crisis climática (fuente: BIG por cortesía de la Holcim Foundation)
Imagen 2: Evolución histórica de las pandemias (fuente: Infobae)
Imagen 3: Tipologías urbanas vinculadas a la densidad que aparecen en el libro Towards an Urban Renaissance (fuente: UK Urban Task Force)
Imagen 4: Riesgos climáticos asociados al aumento de la temperatura provocado por el calentamiento global (fuente: WWF)
Imagen: Esquema de ciudades resilientes vinculadas a la economía circular (fuente: Deltares)