Creación de empleo: la gran mentira

Publicado el 03 marzo 2014 por Civeperez
 "No hay mayor espejismo en la actualidad, mayor fraude incluso, que el uso del mismo término trabajo para designar lo que para algunos es monótono, doloroso y socialmente degradante y para otros placentero, socialmente prestigioso y económicamente provechoso. Los que pasan días agradables y bien retribuidos dicen enfáticamente que han estado 'trabajando duro', borrando así la noción de que forman parte de una clase privilegiada" (J.K. Galbraith).
En la sociedad industrial la dimensión social del trabajo está representada por el empleo, un artificio cultural y económico mediante el cual se estructura la división social del trabajo y la distribución de la riqueza, conforme a las pautas del Orden Establecido. En una sociedad regida por el modelo capitalista, que por definición se basa en la desigualdad, el empleo es el agente principal a través del que se articula la reproducción de un sistema social desigual.
Por definición, la introducción de máquinas crea desempleo. Esta evidencia no suele ser del agrado de políticos, economistas, sociólogos y demás profesionales de la dirección de la sociedad de masas. Estos “expertos” ocupan buena parte de su tiempo devanándose los sesos en buscar alambicadas explicaciones con que justificar ese rayo del desempleo que no cesa de azotar implacablemente a la sociedad. Sin embargo, el hecho inobjetable es que, siempre que se transfiere a una máquina la realización del esfuerzo necesario para ejecutar una determinada tarea, las personas que antes realizaban la misma quedarán ociosas. Esta es la descripción objetiva de un fenómeno real, con independencia del subjetivismo inherente a las distintas ópticas con que pueda enfocarse la cuestión del desempleo.
 
La maquinaria agrícola proporciona un esclarecedor ejemplo de esa tendencia intrínseca al desempleo derivada de la mecanización del trabajo. Hasta los años cincuenta del siglo XX todavía se podían ver en nuestros campos de cultivo a nutridas cuadrillas de campesinos que, provistos de afiladas hoces,  segaban la mies a brazo. Hoy en día, en los países desarrollados apenas se encuentra gente trabajando en la agricultura. Las personas han sido sustituidas por potentes máquinas que cortan la espiga y separan la paja del grano, obteniendo en una sola jornada un volumen de cereal equivalente al que antaño precisaba del esfuerzo conjunto de cien hombres. Pese a la evidencia del asunto, políticos y economistas siguen obstinándose en negar que la tecnología destruye empleo. Su principal argumento es que, cada vez que se aplica una técnica nueva a una determinada tarea, el trabajo humano disponible se desplaza hacia una nueva actividad, aumentando así la variedad y complejidad del producto social.
Una defensa clásica de la tesis del desplazamiento del empleo hacia nuevas actividades se encuentra contenida en la siguiente explicación de Lionel Stoleru: “Una oleada de progresos tecnológicos hace inútiles toda una serie de trabajos y suprime masivamente empleos sin, por otra parte, crear otros tantos [...] va a permitir producir más y mejor con menos esfuerzos humanos: las economías de precio de coste, las economías de tiempo de trabajo van a mejorar el poder adquisitivo y a crear por otro lado en la economía (aunque no sea más que en las actividades dedicadas al ocio) nuevos campos de actividad [...]. La sustitución del trabajo humano por la robótica y la telemática [...] permite extraer un valor superior al trabajo pagado anteriormente [...]. Este valor está disponible para remunerar a quien ha perdido su empleo. El paro es más un desplazamiento de actividad que una supresión de empleo”.
 
Sin embargo, tal desplazamiento no es más que una ilusión transitoria, un espejismo a través del cual la realidad juega una mala pasada a los teóricos. Siguiendo con el ejemplo de la agricultura, los segadores que quedan ociosos al introducir las cosechadoras mecánicas podrán desplazarse hacia la ejecución de otras tareas, como la manufactura y mantenimiento de la propia maquinaria agrícola. Pero esa transición sólo será posible durante una primera etapa, porque, una vez que el parque de cosechadoras se satura, ya no será necesario fabricar más que un reducido número de unidades destinadas a la reposición de las que han agotado su vida útil. Así que los primitivos segadores reconvertidos a mecánicos vuelven a estar ociosos.
Agotadas las posibilidades de la industria, a los planificadores sociales aún les queda el sector de los servicios para enviar a los segadores y a los mecánicos excedentes. Pueden reconvertirlos al gratificante oficio de pasteleros y dedicarlos a elaborar delicias reposteras a partir de la harina suministrada por las máquinas cosechadoras. Claro que esta posibilidad sólo es factible durante una etapa determinada porque, inexorablemente, llega un momento en que el número de confiteros vuelve a saturar la capacidad de absorción del mercado. Esto sin contar con el hecho de que también en materia pastelera las ciencias avanzan que es una barbaridad, y en los obradores de repostería las amasadoras mecánicas rivalizan con los programas informáticos que calculan la dosificación idónea para conseguir el adecuado punto del soufflé.
 
En principio, este continuo desplazamiento de actividades no tendría por qué plantear problema social alguno. Nuestros flamantes expertos siempre podrían diseñar nuevas actividades hacia las que canalizar a los ociosos. Dar sombra al botijo de los conductores de las máquinas, contar las abejas que revolotean entre las flores de los guindos o el número de guindas que adorna los pasteles, son todos ellos honrosos y epicúreos oficios con que ocupar el ocio progresivo generado por el éxito tecnológico. Pero el Orden Establecido no es proclive en absoluto a permitir el incremento de la tasa de felicidad dentro de su organización, ofreciendo así una prueba tangible de que su liberalismo consiste en pura boquilla.
El racionalismo mercantil no sitúa entre sus objetivos la mejora de las condiciones de vida de la sociedad, su único interés es el aumento de la productividad de la colmena humana. Y desde el punto de vista de la mera racionalidad económica se considera que “el tiempo de trabajo economizado gracias a la eficacia creciente de los medios empleados es tiempo de trabajo disponible para una producción adicional de riquezas”, según señaló el sociólogo André Gorz: “Decir que estas innovaciones van a ‘crear empleo’ es una forma paradójica de negar la racionalidad económica que, por otra parte, les sirve de justificación: los fast foods, los robots caseros, los ordenadores domésticos, las peluquerías exprés, etc., no tienen como fin dar trabajo sino economizarlo. Si bien exigen realmente trabajo remunerado, es decir, empleos, la cantidad de este trabajo es muy inferior a la cantidad de trabajo doméstico economizado”. 

¿Cuánto tiempo seguiremos creyendo en esa falacia argumental, convertida en mentira política, que promete crear empleo?  La producción de bienes de alta tecnología requiere muy poca y muy especializada mano de obra. La producción industrial y manufacturera ha sido trasladada a la región asiática. Y el capitalismo prefiere especular en los mercados financieros a gestionar empresas con trabajadores potencialmente conflictivos, salvo que estén desposeídos de derechos y sometidos a una férrea disciplina dictatorial.