Lo primero que llama la atención de Creed es lo bien dirigida que está. Contra todo pronóstico, se trata de una historia contenida, casi intimista, absolutamente respetuosa con el legado de la saga, pero que retrata muy bien nuestra época. La Filadelfia que se muestra al espectador es una ciudad decadente, absolutamente golpeada por la crisis económica. Las imágenes son tristes y apagadas, como de un invierno eterno. Además Adonis Creed no busca tanto la fama o el triunfo como conocer al padre que murió (en circunstancias muy dramáticas) antes de que él naciera y quiere hacerlo probándose a sí mismo. Adonis es un hijo bastardo que ha crecido en hogares y reformatorios por lo que, a pesar de su ilustre apellido pugilístico, puede decirse que, como el propio Rocky, es un boxeador que surge de la nada. Porque una de las señas de identidad de la serie fue su componente social: el protagonista era un hijo del pueblo que, pese a que hacía realidad el sueño del american way of life, jamás renunciaba a sus orígenes. En su senectud, Rocky sigue habitando su barrio de siempre y moviéndose por los mismos ambientes.
Como en las anteriores películas, las peleas son tan importantes como el camino que se recorre hasta llegar a ellas. A pesar de que el mensaje sea cristalino como metáfora de la vida: la cultura del esfuerzo, la autosuperación para conseguir las metas, no se ahorran escenas de sufrimiento, dolor y sorpresas desagradables. Las propias peleas (también aquí, aunque con un estilo más contenido) son exageradas. Los contendientes se golpean repetidamente en la cabeza, sangran profusamente, se trituran entre ellos, algo que difícilmente vamos a ver con esta intensidad en un ring de verdad. Pero lo más insólito de Creed no es la nominación al Oscar de Sylvester Stallone como mejor actor de reparto, lo más sorprendente es que merece ganarlo.