Creer

Por Calvodemora
Tengo propensión a la credulidad en el manejo de las personas cercanas y acepto sin vacilar lo que confiadamente se me cuenta. No entra que titubee o prospere la reserva que, sin embargo, concedo a otros asuntos tal vez mas grandilocuentes, no sé, Dios, la vida eterna o la posibilidad de que el ser humano sea bueno en el fondo y todas las evidencias contrarias sólo sean eventuales y frívolas manifestaciones del pesimismo. Hay una relación feliz entre creer en algo y el optimismo. Cuanto más se cree, más felicidad atraemos. A la reversa, descreer es también descreerse uno, no confiar en que podamos sostener siquiera una brizna de armonía y de esplendor. Estamos precariamente facultados para las grandes preguntas. La metafísica queda grande. Como un abrigo de buen paño de tres tallas más. En la intimidad de las conversaciones es en donde planea vigorosa la inocencia. Por eso es tan grata la ficción y leemos novelas de índole fantástica con proverbial inclinación a tragarnos encantamientos, profecías, divinidades y fantasmas. Nos concedemos una tregua para desembarazarnos de la realidad durante el trayecto de la imaginación impuesta a la trama que vemos en una pantalla o en los capítulos de un libro. He creído inverosimilitudes con absoluto afán. He rechazado tal vez argumentos fidedignos con la misma intensa entrega. Si se me hubiese narrado la pandemia que padecemos hace tres meses, habría sentido perplejidad, no la sensación de estar siendo engañado, informado de una fantasía o de una historia de ciencia-ficción. Al final, por más que uno se pertreche de herramientas para descerrajar los ardides de la realidad, no se sabe con certeza a qué credo acogerse. Si al de los ángeles en su danza etérea y ebria o al de la hombres, tan cartesianos y pobres de espíritu. Regreso a Chesterton. Digo como él: del acontecimiento más relevante de mi vida “me he tragado sin rechistar y casi supersticiosamente, un cuento que no me fue posible comprobar a tiempo, a la luz de la experiencia del juicio propio”.