Revista Cine

Crimen a tres bandas: En legítima defensa (Quai des Orfèvres, H. G. Clouzot, 1947)

Publicado el 18 enero 2021 por 39escalones

NAMASTE: QUAI DES ORFÈVRES (1947)

Henri-Georges Clouzot es a veces denominado el “Hitchcock francés” debido a las zonas comunes que sus películas comparten con la obra del conocido como “mago del suspense”. No en vano, en más de una ocasión sus caminos e intenciones se cruzaron a la hora de trasladar a la pantalla tal o cual argumento o de adquirir los derechos de según qué libros para hacer la versión cinematográfica. No es un caso único, pero estas sinergias e influencias son muy llamativas en esta magnífica película de 1947, tan precisa y rica en su definición de la intriga central del argumento (al igual que en el cine hitchcockiano, tan dependiente del suspense romántico-sentimental como del criminal) como en el dibujo del marco temporal en que transcurre la historia, la segunda posguerra mundial en Francia, y el sector social en que se ubica, el mundo del music-hall y de los teatros de variedades.

Una de las principales figuras de esta escena es Jenny Lamour (Suzy Delair), de verdadero nombre Marguerite Chauffournier Martineau, apellido este último de su esposo, Maurice Martineau (Bernard Blier). Son una sociedad matrimonial y artística, puesto que él diseña, compone y ejecuta la música de los números que ella, pícara y pizpireta, interpreta en el escenario con una voz más que solvente, maneras desenvueltas y no sin picardía, lo que la convierte en la favorita del público masculino, la envidia del femenino y objeto de atención (y de deseo) de los grandes promotores de espectáculos. Eso despierta los continuos celos de Maurice, que no puede soportar la idea de ver a su esposa coqueteando con agentes, hombres de negocios o simples admiradores, aunque para ella solo se trata de una extensión natural de su profesión de actriz y cantante, armas que utilizar para buscar su prosperidad en un negocio difícil. Aunque ella ama sinceramente a su marido y le es fiel, las sospechas de Maurice llegan en ocasiones a ser enfermizas, y de esa mezcla, del empleo por Marguerite de sus picardías para lograr atención y contratos y de los celos de Maurice, es de donde surgirá la tragedia y el drama criminal.

Porque, a espaldas de su esposo, y a pesar de la promesa de desentenderse del asunto, Marguerite se cita con uno de los más despiadados empresarios del espectáculo, un jorobado llamado Brignon (Charles Dullin), famoso por nutrirse de jóvenes y apetitosas amantes mediante la extorsión y las más o menos falsas promesas de impulsar su carrera, ya que se muestra dispuesto a ayudarla a iniciar una carrera en el cine. Y aunque Maurice descubre y desbarata la cita montando una escena de marido agraviado en el reservado de un restaurante, ella no ceja en su empeño de triunfar a un a costa de dar una imagen distorsionada de sí misma ante Brignon y comete el error de acudir a su casa a horas no excesivamente respetables, lo que dispara las alarmas de Maurice cuando, por azar, se entera de dónde está su esposa. Dispuesto a impedir su burla, acude armado al lugar del encuentro pero al llegar le aguarda una sorpresa: Brignon ha muerto violentamente. ¿Le ha matado Marguerite? ¿Qué ha ocurrido? Profundamente enamorado de su esposa, decide protegerla, si es necesario, borrando cualquier huella de su paso por la casa para que no recaiga en ella ninguna sospecha, aunque no cuenta con el infortunio del azar y con una concatenacion de casualidades que hacen que, precisamente, las sospechas caigan sobre él. Al mismo tiempo, Marguerite confiesa su culpa en la muerte de Brignon a su amiga y vecina Dora (Simone Renant), fotógrafa que en ocasiones se ha encargado de retratar de manera no muy decorosa a las muchachas seducidas por Brignon. Simone, para la que Marguerite es mucho más que una amiga, no puede consentir la idea de que esta deba responder por el crimen cometido sobre la persona de alguien tan despreciable, y acude igualmente a casa de Brignon a fin de exculparla alterando la escena del crimen o incluso yendo mucho más allá de eso si es necesario. De este modo, Marguerite, Maurice y Dora, tal vez alguien más, pasan en algún momento de esa noche por casa de Brignon, ninguno con intención de revelar lo acontecido a la policía sino todo lo contrario, sus respectivos fines son los de ocultar la autoría del crimen allí cometido.

Esta, la pasión silenciosa de Dora por Marguerite y, a pesar de ello, su sincera amistad con Maurice (Dora, paño de lágrimas del matrimonio por la lealtad, el amor y el deseo que siente por su amiga Marguerite, recibe igualmente las confesiones e inquietudes de Maurice, y esa noche no es una excepción), es uno de los elementos más modernos y novedosos de esta historia, aspecto siempre tratado con tacto y sensibilidad, de manera nunca explícita pero evidente, sugerida por gestos, miradas y alguna que otra frase equívoca de diálogo cuya interpretación resulta de todo menos dudosa. Los tres son objeto de investigación por parte del inspector Antoine (Louis Jouvet), que introduce un nuevo elemento dramático que enriquece el conjunto aunque no llega a desarrollarse por entero: Antoine es un funcionario del orden que ha regresado a la metrópoli desde las colonias acompañado de su hijo mestizo, criado sin su madre, del que el inspector se ocupa haciendo el papel de padre y madre en las horas que le permite su absorbente trabajo. Así, la película completa su boceto de la Francia de posguerra a través de un mundo del espectáculo que intenta renacer de sus cenizas desde un estado precario, el de un policía retornado a su país tras un servicio obligado fuera de él, que apunta ya las futuras crisis coloniales de Francia en Indochina y Argelia, y el omnipresente hampa representado por un célebre ladrón buscado por la policía y que se ve involucrado en el asunto por pura casualidad, o tal vez no, al robar el coche de Maurice cuando este sale de la casa de Brignon.

Los escenarios principales de la historia, el domicilio de los Martineau, el teatro y la comisaría de policía, con los dos espacios subsidiarios del estudio de Dora y de la casa de Martineu, se muestran en clave expresionista próxima al diseño visual y al empleo del blanco y negro que por entonces hacía el cine negro americano. La noche y la oscuridad de lugares desprovistos de ventanas o poco iluminados (determinadas dependencias policiales, ciertos emplazamientos entre bambalinas y en los sótanos del teatro, el estudio de Dora, el salón principal de Brignon, en el que arde la chimenea y que se muestra en contrapicado, desde donde yace Brignon hacia lo alto de la escalera por la que accede Maurice) priman sobre la claridad y la luz del día, lo mismo que en el futuro de los Martineau, hasta el momento final y un nuevo contrapicado de signo contrario. Un tono, una oscuridad y una progresiva desnudez de la puesta en escena que se van incrementando a medida que la tenaza se va cerrando sobre Maurice, al que la policía tiene por culpable de la muerte de Brignon aunque se ha visto complicado hasta ese extremo solo por azar. Y son Dora y el azar las principales bazas por las que, a pesar de todo, Maurice puede salir bien librado. Aquí es donde la entretejida maraña de suspense e intenciones cruzadas que el guion establece parece desdibujarse un poco, en la busca de un final complaciente, no demasiado pesimista, que eluda las consecuencias últimas que tantas complicaciones han generado para Maurice. Así, se percibe en los personajes y en el guion una voluntad de darle una vuelta a la lógica para que sea el azar y una revelación in extremis las que conduzcan a una resolución del caso moralmente satisfactoria y, sobre todo, feliz para un público que durante hora y tres cuartos se ha angustiado con las evoluciones de Marguerite y, sobre todo, de Maurice.

Con todo, se trata de un fenomenal vehículo de intriga y suspense que anuncia ya muchas de las cualidades por las que Clouzot será apreciado en años posteriores, al tiempo que supone uno de los testimonios más sensibles y amables que el cine ha ofrecido del callado amor de una mujer por otra, sin subrayados ni sentimentalismos, simplemente, dejando que las cosas se muestren con una naturalidad que en la Francia de 1947 no era ni mucho menos frecuente.


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