Libros desechados
Por: Darío Alejandro Escobar
¿Cuánto se lee en este país? ¿Cuánto valoran los cubanos los libros, por ende, la literatura, el conocimiento? ¿Se estará quedando el consumo literario solo para unos pocos que constituyen élites, ya no solo económicas, sino también culturales?
I
La primera vez fue en la Facultad. Estaba disfrutando de mis imprescindibles cinco minutos entre turno y turno de clases. Llega un amigo mío, graduado ya, y apurado me dice:
-Compadre ven y ayúdame a traer unos libros hasta el lobby de la facu para que cuando la gente pase se los lleve porque en mi trabajo no los quieren y me mandaron a botarlos.
- ¿A botarlos? ¿Pero cómo qué a botarlos?
- Sí compadre, tú sabes cómo es esto, dale vamos.
Llamé a dos o tres socios que fumaban unos cigarros y fuimos para el almacén del trabajo de mi amigo que, por suerte, queda en la esquina de la facultad. Allí nos encontramos a la almacenera haciendo pilas de libros.
- Boténlos o llévenselos porque ya no tengo espacio para esto y me hace falta.
Mi amigo y yo nos miramos cómplices, y me dispuse a llevar los libros para la facultad. Entre los socios y yo llegamos como a un centenar, hice mi selección con títulos de Abel Gonzáles Melo, Fernando Martínez Heredia, Máximo Gorki…
Los libros restantes se pusieron encima de la mesa de la recepcionista, que por cierto, no parecía muy contenta tampoco y a medida que la gente bajaba de las clases, se acercaban a preguntar y cuando se enteraban que eran gratis hacían su propia pilita para llevárselos a sus casas.
Libros como dulces en la puerta de un colegio, por suerte, pero si no hubiera sido por el socio….
II
La segunda vez iba para casa de mi abuela, caminaba por la calle Muralla sobre las cuatro de la tarde. Iba pensando en las musarañas, cuando casi sin querer miro hacia el costado de unos contenedores de la basura y veo a unos niños haciendo pilas de libros. Dudo un poco, pero rápidamente voy y empiezo a recoger los míos, hago una buena pila con ejemplares de Julio Le Riverend, Guy de Maupassant y Carlos Loveira, entre otros.
Justo en el momento en que me disponía a irme, unos de estos graciosos niños, sin zapatos, mataperro como yo en los buenos tiempos, mira el bulto de libros que tengo y me espeta orgulloso:
- Yuju!! ¡!!!Yo tengo más que tú!!!
- Sí ajajja ¿Dónde porque yo no los veo? -le respondo curioso.
- Los estoy vendiendo, mira – levanta el dedo señala hacia la esquina- Viste, tengo más que tú!! -y la lengua afuera.
En efecto, en la esquina de Muralla y Habana tenía organizados por tamaño varias pilas de libros. Me alegré por el niño, y su descaro infantil, se alejaba todavía con el gesto de la lengua afuera. Fui a ver que había, porque aunque tenía una buena selección no quería dejar nada al azar.
Caminé con mi bulto en los brazos hacia la esquina y me detuve a mirar. Los custodiaba un mulato de quizás treinta años, en short y sin camisas, que me miraba divertido, como si no pudiera creer que estuviera haciendo un negocio tan redondo con aquello. Realmente nada me había llamado la atención hasta que debajo de dos o tres libros leí un título: El Ojo de Dindymenio
- ¡Ño, Daniel Chavarría, qué bien! Llevaba buscando esto hace rato.
Bajé mi bulto, cogí el libro y le pregunté al mulato que miraba todavía curioso:
- Men ¿Cuánto por esto?
- Veinte pesos
- Diez y estamos jugando porque no tengo más. De todas formas eso no vale veinte pesos -mentí.
- Bueno, voy a hacer la cruz* contigo, pero me estás jamoneando fíjate.
- Na´ asere, coge los diez cañas.
Así logré uno de los libros que más he disfrutado de Chavarría, pero mientras llegaba cargado a casa de mi abuela se me fue bajando la alegría. Un pensamiento venenoso llegó a mi cabeza y ella, al verme la cara, me preguntó qué pasaba:
- Nada abuela, del carajo ser Premio Nacional de Literatura, historiador brillante o poeta escapa´o y tener que esperar a que unos chiquillos salven tus libros de la basura.
Mi abuela bajó la cabeza y me miró con cara de “mijo, cosas peores he visto yo en esta vida”.
III
Bajaba otra vez por Muralla -calle de mis desvelos- para doblar en la esquina de Cuba e ir hacia la casa de mi madre cuando veo a un señor mayor con una carreta descargando cajas al lado de los contenedores de la basura. Nada me hubiera detenido si no hubiera visto a uno de estos personajes que llamamos –jodedoramente- buzos abrir una de ellas y descubrir que eran libros.
Yo, que a estas alturas me considero un predestinado en estos menesteres, me acerqué y le pregunté al anciano:
- Compañero ¿Por qué bota usted los libros?
- Porque me voy del país con mis hijos y la gente nueva de la casa no los quiere.
- Pero… no es mejor llevarlos a la biblioteca, no sé, regalarlos a un vecino…
- Muchacho, me voy mañana y ya no tengo tiempo pa´eso. Coge los que quieras, yo terminé.
Y se marchó con su carreta a paso lento con dirección a la calle Sol. Medio estupefacto todavía porque no podía creer que me hubiera pasado esto tres veces en menos de cinco años, me dispuse como siempre a hacer mis pilas de libros. Me apresuré porque ya el buzo y unos cuantos curiosos comenzaban a amontonar los suyos. Cogí una caja –menos mal- y comencé a echar ejemplares de Raymond Chandler, Emilio Salgari, los rusos de la Segunda Guerra Mundial, en fin, unos cuantos.
Cuando me disponía a irme llegaron dos mujeres vestidas con uniforme gris, una señora negra, flaca de rasgos finos y piel brillante y otra blanca, con el moño para el lado y el lápiz desagradablemente oscuro alrededor de los labios:
- A ver compañeros, por el decreto 218 inciso d tienen ustedes una multa por “recoger la basura de la vía”.
El pequeño grupo se dispersó en tres segundos dejando a las flamantes inspectoras boquiabiertas, menos yo, que seguía recogiendo libros.
- Ciudadano, permítame su carné de identidad para ponerle la multa por “recoger desechos de la vía pública” …
Debo haber puesto cara de asombro, o de comemierda, según como se mire, porque no reaccioné:
- Ciudadano, el carné…- me dijo la inspectora de los labios sobresalientes y dio dos pasos como para apoyar a su compañera.
Yo, que todavía no salía de mi asombro solo atiné a preguntar:
- ¿De cuánto es la multa?
- De cincuenta pesos.
- ¡¿DE CINCUENTA PESOS?! – y esto lo dije en voz tan alta que los transeúntes que caminaban por la esquina se detuvieron a observarnos.
- Sí compañero, usté ha violado el decreto 218 inciso d que dice que no se puede recoger basura de la vía pública y le tocan cincuenta pesos.
Miré la caja de libros que tenía enfrente y encima estaba “La Ideología Alemana”, lo cogí en la mano y se lo enseñé a la inspectora:
- Compañera, fíjese bien, si usted me dice aquí, delante de todo el mundo que esto es basura – y le puse el libro en la cara- yo le pago la multa.
- Pero ciudadano, el decreto 218 inciso d dice…
- Ya yo me sé lo que dice el decreto 218, pero si usted me dice aquí, delante de todo el mundo – la gente había salido al balcón y los transeúntes se acumulaban- que esto es basura yo, fíjese bien, yo le pago la multa…
- Pero mira ¿Cómo tú te llamas?
- Darío Alejandro Paulino Escobar.
Apuntó en un papelito que me extendió.
-Si no la pagas en tres meses se multiplica el doble todos los meses…
- Compañera, entonces esto es basura, la Ideología Alemana es basura, ok.
Estaba furioso, no podía creer el nivel de ignorancia y descaro del que estaba siendo víctima y mentí, como Leydi alguna vez.
- Compañera, usted lo que no sabe es que yo soy periodista de Juventud Rebelde y trabajo con José Alejandro Rodríguez, el de Acuse de Recibo. Usted mañana saldrá en el periódico para que responda a la gente si “La Ideología Alemana” de Karl Marx es una basura.
- Coge y firma aquí -y extendió la mano con un papelito y un bolígrafo.
- Yo no voy a firmar na´…
- Se te va multiplicar… -me amenazó…
- Le dije que no voy a firmar nada.
- Bueno, tú sabrás. -Y se fue con su acompañante en dirección a la calle Teniente Rey.
Me fui con mi caja de libros para la casa y me di un baño para refrescar.
Todavía estoy esperando que la multa me llegue, seguro debo tener unos cuantos miles de deuda por recoger libros de la basura y violar el decreto 218 inciso d…
*En lenguaje comercial de la Habana Vieja, hacer la primera venta del día.