Estoy cansado. Tengo que escribir un artículo para Hacer Empresa, al cual me comprometí hace dos semanas y aún no tengo ni una línea escrita. Ayer recibí un ultimátum de Jimena Morassi, la editora responsable, que me fijó un plazo límite para entregar lo debido. Por aquello de "obligado cualquiera pelea" me puse manos a la obra, despejé los mil asuntos que pululan alrededor de mi mesa y que, por extraño que parezca, en estos tiempos de coronavirus se reproducen con una promiscuidad tal, que desde que en la niñez tuve una pareja de conejos no veía nada tan prolífico.
El encargo es acerca del buen liderazgo en un entorno de crisis. Días atrás había hecho la selección bibliográfica para utilizar como referencia. Ayer me las arreglé para contar con una tarde despejada para seleccionar material. No habían pasado veinte minutos de haber tomado mis marcadores y el primer artículo, cuando algo pasó. No me pregunten cómo, pero se habían hecho las seis de la tarde y una serie de incendios y fogatas en forma de llamadas y correos electrónicos me habían boicoteado el plan de escribir. Se había acabado el tiempo, mi hijo Juan festejaba su cumpleaños veintidós en régimen coronavirus, esto es, con los de casa y punto, así que la noche tampoco trajo frutos literarios.
El día de hoy comenzó fantásticamente, ocho de la mañana en el escritorio, ventana abierta, brisa agradable, café con leche a la derecha y mis artículos de referencia que esperaban ávidos mi disección. Una rápida vista a la bandeja de entrada frustró mi buena disposición a cumplir con Jimena. Un breve correo me comunicaba algo inofensivo, pero que bien leído se transformaba en una decepción profunda con la reacción de un colega a un problema discutido el día anterior.
La cabeza se me fue, comencé a distraerme, pero en ese momento una llamada me requería ser parte de una reunión por Zoom "sin apuro", pero que si pudiera ser antes del mediodía sería ideal. Y otra vez a atajar penales. Y así llegamos nuevamente al regreso al hogar, a la cena familiar y a mi entrañable escritorio, en la soledad de la noche, con ese no sé qué que ella tiene cuando vivimos en tiempos de caos. Quietud, silencio, ausencia de sorpresas.
Pero ahí está mi laptop. Me mira, la miro. Mi inteligencia me dice que es hora de cumplir con Jimena, que si me dejo vencer por poner mi lista favorita de Spotify con rock de los 90 o me engancho con el capítulo que sigue de la serie sobre John Adams, mañana me arrepentiré. Así que aquí estoy. Forzando la voluntad para que haga caso a lo que el intelecto manda.
En realidad, mi vida no es siempre así. Trabajo bastante, es verdad, pero logro en el desorden establecer una cierta lógica que me permite sentirme dueño de mi tiempo y obra. El 13 de marzo todo cambió. Entramos en modo crisis de la mano del primer positivo en Uruguay. Todo mi expertise para gestionar mucho en tiempo escaso se convirtió en un continuo de reuniones, llamadas, planificaciones, reconsideraciones de tales planificaciones, reuniones de motivación general, individual, charlas pseudoterapéuticas y una profunda desazón de ver que el tiempo se escurre entre los dedos mientras las listas de pendientes superan las tareas tachadas que marcaron los objetivos del día.
Por todo lo anterior, decidí escribir de una forma diferente. Sin referencias, sin citas y sin demasiada estructura. Contaré lo que me sale a la primera sobre lo que para mí es ser cabeza en circunstancias de gran incertidumbre. Si usted desea llamar a esto crisis, no hay problema. En los cuarenta y dos años que llevo trabajando en puestos y responsabilidades de lo más variados, han sido muchas las veces que estuve en tales circunstancias. Como jefe algunas, como subordinado otras tantas.
La de este virus atorrante sospecho que no será la última, pero al menos es la más extraña que me ha tocado vivir. He de reconocer que me ha generado un poco de fastidio, no tanto por la carga de trabajo que conlleva, sino debido a una característica muy intensa que detenta: se trata de una crisis que está por todos lados, afecta la salud, los negocios, la economía local y mundial, las relaciones personales, las sentimentales también, el entretenimiento, en definitiva, absolutamente todo. Pero algo tiene en común con otras que me ha tocado torear: al final pasará. Dejará secuelas, peores o no tanto, pero sé que un día, si Dios me da salud, la miraré en retrospectiva y podré juzgar qué tanto estuve a la altura de lo que se esperaba de mí.
LO QUE PUEDO DECIR ACERCA DE LIDERAR EN TIEMPOS DE CRISIS
A continuación, van algunos aprendizajes que llevo acumulados y que pueden ser útiles para quien desee leerlos. No pretendo argumentar que son una regla comprobada ni verdad revelada. Solo compartir lo que he ido concluyendo y que, mientras la vida no me muestre que estoy equivocado, consideraré como válido.
1. SIN CAJA NO HAY LÍDER
Cuando las papas queman, la caja te salva. La caja es liquidez, disponibilidad, capacidad de pagar cuentas y salarios. Mientras haya disponible, la vida sigue. Incluso si se tiene caja, aunque no sea demasiada, la posibilidad de lograr que los proveedores no exijan el cobro se hace realidad. En el momento en que la caja queda seca, los problemas estallan. Sin liquidez no hay posibilidad de ir tirando. Cuando en la economía falta dinero, los acreedores no aspiran a cobrar, se conforman con cobrar algo que les dé la tranquilidad de que sus créditos no son incobrables. El proveedor seguirá suministrando, el banco renovando, el profesional asesorando. Cada peso que se tenga hay que hacerlo rendir por tres. Un líder debe poder asegurar la continuidad. Los que de él dependen mientras el entorno esté complicado se contentan con al menos ser parte del juego. Esto les garantiza que siguen en el sistema. El miedo es quedarse afuera, caerse, pasar a ser parte de los que no forman parte de la cadena de pagos y cobros.