El texto original de esta crítica fue publicado en la web C.
Mis comentarios de la entrada anterior giraban en torno a un artículo publicado en C, la magnífica web de reseñas dirigida por Nacho Illarregui. Aprovecho el dato como elemento de hilación por el que traer aquí un nuevo texto (que en realidad de nuevo no tiene nada). Fue la última crítica que Santiago L. Moreno publicó en C, y analiza someramente una novela de Cristina Fallarás. Su peripecia acontece en un mundo venido a pique, lo cual integra al libro en el subgénero postapocalíptico. No es una distopía, puesto que su posible elemento distópico (una sociedad bajo el yugo por una dictadura religiosa) aparece muy al fondo, y no como materia de estudio, sino como percutor del desastre. Es una novela introspectiva, triste por el devenir de la protagonista y el terrible futuro para la Humanidad que presenta, pero en modo alguno una distopía.
La ficción literaria está repleta de lugares comunes. Desde hace décadas se repiten en ella temáticas, tramas, argumentos e incluso paisajes narrativos, y son raras las ocasiones en las que esa circunstancia no afecta, por comparación directa con las anteriores, a la calidad de una determinada obra. Una de las excepciones dibuja un escenario por el que ya han transitado escritores tan prestigiosos como Dino Buzzati y J. M. Coetzee, e incluso nuestro Albert Sánchez Piñol. La tensa espera en un olvidado puesto fronterizo sitiado por los bárbaros ha sido tratada en obras como El desierto de los tártaros, Esperando a los bárbaros y La piel fría, tres novelas de calidad mayúscula. La nouvelle de Fallarás viene a sumarse a ese pequeño grupo de élite, y aunque no llega a alcanzar las mismas cotas que sus predecesoras, cuenta con la calidad suficiente como para ser sumada sin rubor en el haber de ese nicho temático.
Además de la similitud existente entre sus correspondientes escenarios narrativos, muchas de estas obras participan de un denominador común. Al igual que ocurre en el poema de Kavafis del que todas parten, la amenazadora presencia del invasor más allá de las murallas juega un papel secundario en la trama; en realidad, los bárbaros sólo son el percutor de los sucesos que acontecen tras esas murallas. El interés de la novela se centra siempre en la peripecia personal de los sitiados. Mediante la descripción de sus reacciones y de los recursos que emplean para adaptarse a las circunstancias, el autor analiza lo mutable que se torna el concepto de humanidad cuando es sometido a los rigores de la supervivencia. Las penurias del asedio terminan por socavar la esperanza de los resistentes, difuminando los principios morales y la escala de valores que compartieron antaño. Fallarás centra la atención en uno solo de esos personajes, con un estilo tan íntimo y directo que produce la inequívoca sensación de que la protagonista no es, en realidad, otra cosa que el vehículo de sus propias emociones.
De hecho, la voz sumamente personal del narrador no es la única herramienta literaria que sugiere una relación entre ambas; la propia construcción de la novela apunta también hacia una identificación entre personaje y autor. Todo en ella está elaborado con la intención de fijar el foco sobre la protagonista, cuyo nombre no se cita en ningún momento. El espacio y el tiempo están en continuo movimiento; los recuerdos viajan de un continente a otro y del pasado al presente con una presteza que añade agitación al torbellino emocional que se encuentra en el centro de la narración. Aunque existe algun pasaje propicio para la contemplación (por ejemplo, la observación a escondidas de un cuerpo femenino desnudo al sol por parte de un adolescente), Fallarás no se entretiene en alargar las descripciones externas. Así evita distraer al lector del territorio que quiere obligarle a explorar, el corazón convulso de la protagonista. Los recuerdos de su drama amoroso se mezclan con las penurias a las que sus enemigos, sitiadores y sitiados, la someten. Ella es una isla cuyo afán de pervivencia es alimentado tan sólo por los propios recuerdos y la existencia de sus hijos.
Atendiendo a la cruda honestidad que exudan sus páginas, da la impresión de que Últimos días en el puesto del Este haya sido escrita con las tripas. La autora sugiere leer este libro utilizando la pieza más triste de Astor Piazzola como fondo musical, presentándolo al lector como un tango pasional y elegíaco. De hecho, lo es, y debido a la fatalidad que supura el lamento de la protagonista, trae a la memoria melancolías y sabores cinematográficos de antaño, ecos de dramas pasionales que esencian otras historias. No es difícil imaginar a un personaje femenino tan trágico bajo el aspecto de una atribulada condesa descalza, contemplar sus bailes entre un corro de gitanos y compadecerla mientras aguarda sin esperanza a su adusto conde latino tras los muros de un oscuro caseron, en este caso al cuidado de sus anhelados hijos.
El drama interior es tan voraz que consume el espacio narrativo de otros elementos. Del lugar geográfico del asedio no se destaca gran cosa. De sus causas poco más. Y sin embargo, la naturaleza religiosa del conflicto, el apocalipsis del mundo civilizado y racional que describe, provocado por la infiltración del fanatismo creyente en los puestos de poder, estremece por su verosimilitud y conecta con miedos muy presentes en nuestro mundo actual. La Coda que cierra la novela, única visión que ésta ofrece del exterior tras el conflicto, muestra una vuelta a la Edad Media descrita en apenas dos pinceladas y juega un papel fundamental en el libro. Este inusual epílogo rompe la estructura anterior de la novela, pues contrasta con la clausura emocional y espacial presente en los capítulos previos, pero su importancia es crucial a varios niveles.
El paralelismo de realidades que surge de su lectura crea un juego de espejos en el que ambos órdenes, interno y externo, complementan sus respectivos papeles. El fanatismo religioso que vuelve a cubrir la Tierra representa la invasión del futuro por parte del pasado; la protagonista, privada de su futuro, no encuentra otro modo de seguir viviendo que en su propio pasado. Por otra parte, parece como si Fallarás, ya fuera del cuerpo de su creación, no hubiera podido sustraerse a la pulsión de ver con sus propios ojos el destino final del capitán, el personaje por cuyo regreso la protagonista ha penado durante toda la historia. Esa sensación de necesidad refuerza aún más la identificación entre escritora y personaje.
Ultimos días en el puesto del Este recoge, en esencia, el pulso entre dos apocalipsis, uno general y otro emocional; uno que remite al mundo palpable, actual, y otro a la memoria, situando el alma de una mujer entregada a la fatalidad como punto de equilibrio entre ambas tragedias. Intensa, impúdica por su exhibicionismo en el terreno emocional, la novela advierte de los peligros de la melancolía, personal e histórica. Si insistimos en invertir la flecha del tiempo, en mirar más al pasado que hacia el futuro, parece decir la autora, convertiremos los hechos ya ocurridos que nos atormentan en nuestro propio destino: che sarà sarà.
El texto original de esta crítica fue publicado en la web C.
El texto original de esta crítica fue publicado en la web C.