Criterio: algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres

Por Carolus @n_maquiavelo

Caben en esta materia reglas de juiciosa cautela, que nacen de la prudencia de la serpiente y no destruyen la candidez de la paloma.


Regla 1ª para juzgar de la conducta de los hombres


No se debe fiar de la virtud del común de los hombres puesta a prueba muy dura.
La razón es clara: el resistir a tentaciones muy vehementes exige virtud firme y acendrada. Ésta se halla en pocos. La experiencia nos enseña que en semejantes extremos la debilidad humana suele sucumbir, y la Escritura nos previene que quien ama el peligro perecerá en él.

Criterio:
algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres


Sabéis que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando todo el mundo le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el porvenir de su familia están pendientes de una operación poco justa, pero muy beneficiosa. Si se decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal secreto se divulga y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la operación podéis salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un edificio que si bien en una situación regular no amenazaba ruina, está ahora abatido por un furioso huracán.
Tenéis noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han trabado relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun cuando no mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en los debidos límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido cun presteza; si no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por ambos, que las oraciones podrán no ser inútiles.
Estáis en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros muchos. Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante, se halla asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas. El dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por vuestra causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta con mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista el negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las consecuencias fuesen irreparables.
Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.

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Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la entereza no es el heroísmo.
Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además, que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su adhesión a la virtud.
De estas consideraciones nacen las otras reglas.
 
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