Nota: 4
Lo mejor: sigue siendo capaz de reunir a un gran elenco de intérpretes.
Lo peor: el director ha vuelto a trabajar con el piloto automático encendido.
La condición de aclamado cineasta que se ha ganado Woody Allen a pulso durante casi 50 años de carrera le permite adoptar ahora una pose despreocupada, aceptando encargos de aquí y allá, por diversas capitales europeas. El polifacético director estadounidense está cansado, pero se empeña en seguir trabajando. Se ha acomodado y es perfectamente consciente de ello; tampoco se esfuerza por ocultarlo. De hecho, la figura del psicoanalista -un clásico siempre presente en todas sus películas- esta vez interpretado por Judy Davis (Maridos y mujeres, 1992), su mujer ficticia en la cinta que nos ocupa, le espeta en más de una ocasión: "Tú equiparas la jubilación con la muerte". Y así parece cumplirse también en la vida real, pues Allen, de 76 años, da la impresión de temerle más a un merecido retiro que al diablo, haciendo gala de una aparente necesidad de mantenerse en activo a toda costa, lo que le impulsa a estrenar a un ritmo casi de película por año.
A Roma con amor no es más que otra vía de escape para que su autor plasme todos sus demonios interiores, obsesiones y fobias a través de cuatro historias paralelas con un nexo común: Roma o la ciudad del amor. La cinta comienza con Alec Baldwin interpretando a un maduro arquitecto que visita Roma y conoce a un estudiante (Jesse Eisenberg) que vive con su novia en la misma calle donde residió él de joven. Así, se nos introduce en la vida de esta pareja que a su vez recibe la visita de Ellen Page, una amiga de la chica. Eisenberg no puede evitar caer rendido a sus encantos y Baldwin adquiere así el papel de Pepito Grillo, la sabia voz de la experiencia. Mientras, Woody Allen (que no actuaba desde 2006 en Scoop) y su pareja, Judy Davis, viajan también a la capital italiana para conocer al prometido de su hija (Alison Pill, o la becaria de The Newsroom) y a su familia. Todo se enredará cuando Allen sugiera al padre del novio que tiene futuro en la ópera e intente introducirle en el mundillo. Por otra parte, tenemos a un matrimonio de recién casados que viaja a Roma para encontrarse con unos familiares de él. Más complicaciones surgen cuando ella se pierde en la ciudad. Es en este relato donde interviene Penélope Cruz como una prostituta romana, insertada por Allen con calzador (como dato curioso, es la tercera vez que que la actriz hace de prostituta en el cine). Finalmente, la última historia la protagoniza Roberto Benigni, en la piel de un ciudadano anónimo al que la prensa se empeña en hacer famoso de la noche a la mañana sin un motivo aparente.
Es una verdad como un templo el hecho de que cuando uno habla de lo que conoce, siempre tiene menos posibilidades de equivocarse. Y así puede aplicarse también al caso de Woody Allen. A lo largo de toda su trayectoria cinematográfica se ha dedicado a rendir tributo a la ciudad donde nació (Nueva York), en concreto, al barrio de Manhattan, siempre escogiéndolo como paisaje de fondo para sus relatos y retratándolo totalmente idealizado. Sin embargo, es en el momento en que Woody comienza su particular periplo europeo cuando se cuelga la cámara de turista al cuello, desechando de un plumazo una de sus señas más representativas como el autor que es (o ha sido): la representación de la ciudad. Al igual que ya ocurrió en Vicky, Cristina, Barcelona (2008), Conocerás al hombre de tus sueños (2010) o Midnight in Paris (2011), el realizador prescinde de esa óptica subjetiva y singular para proyectar deliberadamente -a través y al igual que todos sus personajes en A Roma con amor- la visión superficial, vacía y banal del turista sobre la ciudad. La percepción de un mero visitante.
Es así como logra explicarse, en parte, que A Roma con amor se encuentre infestada de tópicos y clichés (comenzando por el guardia de tráfico que abre la cinta, las maneras de la familia italiana que se casa con la hija de Woody, el actor con el que se enreda Milly, que no deja de representar el estereotipo del latin lover, etc). Por si fuera poco, y a medida que se avanza en la trama, resulta inevitable eludir una extraña sensación de déjà vu; como de estar asistiendo a un pastiche mediocre de ideas y escenas que el director ya ha utilizado y explotado en otros filmes suyos previamente. Así, no deja de resultar irónico que mientras muchos cineastas se ven obligados a hacer verdaderos malabarismos para conseguir financiación y sacar adelante sus proyectos, Woody, al que parecen lloverle los presupuestos del cielo, los desaproveche de esa manera.
Hay muchos directores que vierten en sus películas los mismos temas una y otra vez. No es ningún secreto la obsesión de Almodóvar por los cambios de sexo, el interés de Cronenberg por la nueva carne, la afición de Lynch por desconcertar al espectador medio, o la tendencia de Tarantino al batiburrillo de la subcultura popular, por nombrar algunos. Woody Allen tampoco ha escondido nunca la vena obsesivo-compulsiva con su tema eterno: la infidelidad. Y prácticamente siempre se las ha arreglado por contar lo mismo de una manera diferente, hasta ahora, o mejor dicho, hasta hace pocos años. En esta ocasión, y con motivo del rodaje en Italia, el director ha intentado llevar a cabo un pequeño homenaje a las películas italianas por episodios de los años 60-70, pero el experimento le ha salido rana. Ninguna de las historias goza de la suficiente consistencia como para soportar airosa la falta de profundidad que le concede su creador. Por no mencionar que los golpes efectivos de humor se pueden contar con los dedos de una mano. Asistimos al declive de una gran figura de la comedia norteamericana que se encuentra en sus horas más bajas. Cuánto bien haría a su carrera si se hubiese retirado a tiempo.