Nota: 6
Lo mejor: un director que los tiene bien puestos. Lo peor: la propuesta visual asfixia todo lo demás.
San Petesburgo, 1874, la princesa Elizaveta "Betsy" Tverskoy ofrece una fiesta exclusiva para un número reducido de amigos de la alta sociedad rusa amenizada por la actuación de un cuarteto de cámara. En la habitación, empapelada de oro y cortinas de seda, sólo se escucha la fría y elegante melodía procedente de los instrumentos mientras los caballeros degustan un exquisito licor en silencio y las damas, comodamente sentadas frente a los músicos con Betsy en el centro y Anna Karenina a su derecha, zarandean sus abanicos hechos a mano con aire de distinguida indiferencia. Es entonces cuando un perro, el que sujeta en brazos la anfitriona para más señas, se tira un pedo. Ése podría ser el ejemplo más gráfico, entre acadaudalados aristócratas sonándose los mocos y polvos furtivos por parte de señoronas emperifolladas, de la galería de contrastes que dan forma a la última colaboración de Keira Knightley con Joe Wright, un realizador que le ha perdido el miedo a las adaptaciones literarias tras labrarse un nombre calcando a Jane Austeny que para su tercer trabajo, el más rebelde, ha hecho suyo el espíritu contradictorio que define a la propia Anna Karenina sembrando de igual forma la polémica.
Sin negar que la filmografía compartida entre el realizador inglés y la protagonista de Un Método Peligroso ha sido bastante fructífera hasta ahora, esta Anna Karenina se traduce como la propuesta más inestable del tríptico histórico-literario que nos ha regalado la parejaa pesar de ser la más atrevida de todas. Para Wright lejos quedó la mera corrección estética de Orgullo y Prejuicio, perfeccionada después en la espléndida Expiación y en la costumbrista El Solista. Ya en Hanna, su anterior trabajo, pudimos comprobar que bajo ese realizador propicio para un Dowton Abbey 'Deluxe' se escondía un creador con inquietudes, sobre todo a nivel visual, resultado de una confianza creciente en su evidente dominio de los contextos y atmósferas, y Anna Karenina es, sencillamente, la explosión de todo ese potencial sin ningún tipo de filtro o límite.
Porque a pesar de que el propio título pueda conducir a engaño, tras el aparente clasicismo de la última cinta ganadora del Oscar al mejor vestuario se esconde una propuesta vanguardista propia de la vertiente más rupturista de la escuela Jonze-Gondry envuelta en el exceso que caracteriza al cine de Baz Luhrman (Moulin Rouge, El Gran Gatsby). Wright se aprovecha de la historia teatral del texto -publicado originalmente como un folletín y después como novela- para introducir literalmente a la audiencia en un escenario mutante, un entorno que cambia in situ al compás de los paseos del reparto en unos planos secuencia maravillosos. El resultado es sorprendente, refrescante y sólo capaz de manos de un virtuoso, sí, pero rompe inevitablemente el punto de vista del espectador, más pendiente de la pericia mostrada en el recurso que de soldar el vínculo con los personajes. Una herramienta que, siendo la verdadera nueva capa de chapa y pintura a un texto archiconocido, se traduce en el valor añadido del proyecto y también en su talón de Aquiles.
La importancia del tren en la novela, como representante de una sociedad en pleno cambio, donde la clase trabajadora menoscava poco a poco el poder de los privilegiados, aparece reflejada con acierto por parte de Wright, sobre todo en la cualidad premonitoria de la figura de los raíles, pero es en la descripción de una clase alta infectada por la decadencia moral más abyecta, capaz de condenar al ostracismo a una mujer por no llevar su aventura extramarital con el suficiente decoro, donde la grandilocuencia visual encuentra un poco de apoyo (por ejemplo en aquellos pasajes en los que la imagen parece congelarse ante la entrada de Anna en una estancia abarrotada de gente). En ese sentido estamos ante una película que no esconde su denuncia al espíritu clasista de la Rusia zarista, pero que elimina toda su legitimidad crítica al contarnos con demasiada frivolidad lo que parece el calentón de una aristócrata rusa cada vez que ve al Conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson, de Salvajes), un playboy con tres pelos en el bigote que desata un torrente de chismorreos al seguirle el juego a la protagonista.
Evidentemente, no vamos a condenar al guionista Tom Stoppard (Shakespeare in Love, Brazil) por las características heredadas del texto original, todo contradicción, pero sí por no mostrar el cuadro completo, deteniéndose en lo que más le conviene y mutilando diálogos y secuencias, introducidas deliberadamente por Tolstoi para equilibrar los puntos de vista. De ahí que sea la primera mitad, puramente desciptiva, la que sale ganando gracias al festín para los sentidos frente a una resolución atropellada que no sólo maltrata a varios personajes secundarios, como al hermano de Levin (Domhnall Gleeson) o a la cuñada de Anna (Kelly Macdonald), sino también pasajes clave en relación al sufrido marido, Karenin (Jude Law, correctísimo), y sus intentos por conseguir el divorcio. Al final, el romance adúltero entre la caprichosa dama y su juguete sexual, entre la distancia a la que nos fuerza la escenografía y la poca química amorosa del reparto, acaba retratado más como los desvaríos de una mujer caprichosa e inestable que como la gran historia de amor enfrentado al mundo que es Anna Karenina.
Y aún así, a pesar de la frivolidad que destila la función, del discreto trabajo de Keira Knightley o de la incapacidad de este romance prohibido para trasladar su pasión al patio de butacas, es prácticamente imposible no rendirse ante un hombre, Wright, que se ha atrevido a aportar un aire fresco a uno de los relatos más adaptados de la literatura universal, limitando el espíritu del clasicismo romántico para algunas palabras extraídas directamente del texto de Tolstoi y orquestando en imágenes una ópera rococó arrebatadora y grandilocuente, también pretenciosa, ombliguista y mal medida, pero rodada con tanta confianza y elegancia que se hace difícil recordar una visión cinematográfica más estimulante de la trágica historia de Anna Karenina y coherente con el espíritu egoísta y desbordante de su protagonista. "Ellos hablan. Yo disfruto," que dirían ambos.