Un festival de pirotecnia hecho a base de pólvora y patriotismo
Nota: 5
Lo mejor: que se acerca bastante a lo que sería un capítulo de lujo de la serie 24.
Lo peor: que parece ideada por la cabeza de Nixon.
Esto es una fiesta. Así de claro. Eso sí, llena de banderines con barras y estrellas y chapas con la cara del Presidente; con un comité organizador que parece compuesto por el Tío Sam, Chuck Norris y el fantasma de Ronald Reagan, que se han servido de mucho -pero mucho- patriotismo panfletero para llevarla a cabo. Normal, y es que el realizador Roland Emmerich (Independence Day, 2012) se sirve más conscientemente que nunca de esa vena nacionalista, mas americana que el mismísimo Big Mac, para destrozar sin miramientos todos y cada uno de los iconos tangibles de la política estadounidense, desde El Capitolio hasta La Casa Blanca, pasando por el Air Force Two, sin tener que sufrir las iras del público más conservador y castizo. De hecho, la idea es exactamemte la contraria: la de machacar a una nación a sabiendas de que resurgirá aún más fortalecida, con la lección aprendida y, de paso, el mensaje "aniram al ne etatsila" implementado en una o dos cabezas nuevas.
Con una diferencia de apenas 4 meses en su paso por las carteleras con respecto a Objetivo: La Casa Blanca, con idéntico argumento y más de un elemento secundario en común de lo que debería, es inevitable establecer una comparación entre ambos títulos y realmente complicado determinar al ganador. Y es que si la cinta protagonizada por Gerard Butler intentaba erigirse como el último representante de la serie B testosterónica, sin apelar a la pureza técnica ni a la espectacularidad pero resultando innegablemente divertida, esta White House Down compensa su falta de encanto con un despliegue de medios capaz de contentar a todo aquél que de base, con el póster o tráiler como única referencia, ya esté dispuesto a pagar por ver la película.
Que Maggie Gyllenhaal o Richard Jenkins, ambos nominados al Oscar en alguna ocasión y con un halo de intérpretes de prestigio intachable, hayan aceptado participar en Asalto al Poder a pesar de que sus roles no ocupen más de 10 minutos en pantalla es el mejor ejemplo del derroche del que hace gala la cinta, absolutamente necesario para complementar a esa vena patriótica y no salir escaldado en el intento. Porque aunque desde el punto de partida la cinta exige al espectador el esfuerzo de asumir sus reglas e inverosimilitudes, Asalto al Poder consigue fabricarse su propia personalidad a base de talonario, convocando a todo un experto en sacar partido al tamaño de las pantallas de cine como es Roland Emmerich para que entretenga como mejor sabe y, de paso, le ofrezca materia prima de primera a Goyo Jiménez para sus monólogos.