Es imposible no sentirse identificado por lo menos en uno de los fragmentos o capítulos que conforman Boyhood (Momentos de una Vida), la última y mejor película de ese retratista de lo cotidiano en el que se ha convertido el guionista y realizador Richard Linklater. Y es que, una vez termina esta cápsula del tiempo llamada Boyhood, la trilogía del Amanecer/Atardecer/Anochecer que el cineasta concluyó el pasado año, donde nos contaba la evolución de una pareja a lo largo de 18 años, se queda en un banco de pruebas para esta joya del séptimo arte. El compromiso de todo el equipo durante los doce años en los que se ha dilatado su rodaje se transforma en ese elemento externo y a la vez tan ligado a la propia existencia de la película que la convierte en una hazaña única e irrepetible, capaz de demostrar
que aún hay espacio para la vida en el mundo del cine, que Hollywood aún se puede permitir parar la maquinaria de su fabrica de sueños para despertar y abrir los ojos al mundo que le rodea. Contra lo que pueda hacer pensar el revuelo que ha causado la cinta, Boyhood no es la historia de un Forrest Gump, Benjamin Button o cualquier otro ser excepcional, sino la de un joven normal y corriente (Ellar Coltrane), que vive una infancia y adolescencia tan anodinas y poco especiales como las de la mayoría de nosotros. Así, durante casi 3 horas que parecen la mitad de tiempo, acompañamos al joven Masón desde los 6 años, cuando aún se encuentra asumiendo el divorcio de sus padres (Ethan Hawke y Patricia Arquette), hasta los 18, momento en el que llega la tan ansiada independencia en forma de campus universitario. Por el camino, madrugones para disfrutar del nuevo capítulo de Dragon Ball y colas en el cine para asistir al estreno de la última película de la saga Harry Potter se entrelazan con pasajes más duros, donde la violencia doméstica, el alcoholismo y los altibajos de la economía familiar nos son mostrados con un filtro igual de inocuo: la mirada de un niño/adolescente.Son dos las ideas fundacionales que ayudan a dar forma a esta joya por encima de cualquier tragicomedia que nos trae Hollywood disfrazada de cine independiente. Por un lado, Boyhood cristaliza como ninguna película había hecho antes ese morbo voyeur que vive latente en la sociedad del Facebook y el Twitter, en la que triunfan en televisión programas con gente encerrada en casas o que relatan las intimidades de los famosos. Sencillamente, Boyhood, a pesar de contarnos una historia cien por cien ficticia, contiene mucha más realidad que cualquier otro título no documental. Mason y su hermana Sam (Lorelei Linklater, hija del propio realizador) crecen ante nuestros ojos. Pasan de convertirse en esos dos niños que se fastidian mutuamente durante el desayuno, volviendo loca a su madre en el proceso, a dos personas que son capaces de aprender de los errores de sus mayores, de los buenos y los malos consejos y experiencias.
Más o menos sobre los 15 años, Mason sólo necesita una conversación con el último novio de su madre para entender hacia donde lleva la combinación de frustración y alcohol. Al igual que la cámara de Linklater, que no vuelve a posarse ni una sola vez sobre el personaje, un veterano de guerra al que hemos visto entrar en la mediana edad y que tan importante ha sido para la vida de la familia protagonista. Porque en Boyhood olvidaros de conocer qué tal trata la vida a los personajes secundarios, ya que, como sucede fuera de la sala de cine, no todas las historias vienen con final y lo único que de verdad cuenta es aprender del momento, utilizar cada experiencia para acercarte a la persona sabia en la que todos estamos destinados a convertirnos.