Crítica de cine: 'El Hobbit: un viaje inesperado'

Publicado el 16 diciembre 2012 por Lapalomitamecanica

De todo menos inesperado

Nota: 7,5
Lo mejor: estar de vuelta y Richard Armitage.
Lo peor: le sobran tres comidas, dos persecuciones y 30 minutos más que a cualquiera de El Señor de los Anillos.
El Hobbit: Un Viaje Inesperado es, ni más ni menos, la película que cabía esperar de una maniobra tan exenta de riesgo como es un segundo acercamiento de Peter Jackson a la Tierra Media. Se trata de una cinta en la que la misión introductoria a la nueva trilogía convive con la continuidad autoimpuesta hacia el inevitable referente dejando como resultado un tremendo deja vu a La Comunidad del Anillo, tanto en sus defectos como en sus virtudes, y en la que los elementos de autenticidad propia se cuentan con los dedos de las manos. Es por ello que dependerá de cada espectador el servirse de esta ventana nostálgica como argumento para adscribirse a un bando u otro en la polémica que seguro generará el filme más allá del cacareado sistema de 48 fotogramas por segundo (que desgranaremos más adelante), aunque no está de más recordar que otras sagas igual de míticas como Star Wars o Indiana Jones fueron incapaces de reproducir las mismas sensaciones y sentimientos de antaño en su regreso tardío. Pero, en una época en la que se demandan constantemente experiencias nuevas y la escasa originalidad cinematográfica se premia generosamente -vease Looper- ¿es eso suficiente?
El Hobbit es un hijo de su padre. Eso de entrada. Desde la construcción del relato; con su prólogo épico que deriva en un primer acto en Hobbiton, hasta la narrativa visual de las escenas en sí mismas, responde a la misma estrategia que efectuó Jackson en su primera incursión a la Tierra Media. Aquellos que ansíen regresar a La Comarca o Rivendell y explorar las cuevas del universo creado por Tolkien quedarán nuevamente embelesados de principio a fin, pero los que no estén dispuestos a aprenderse los nombres de dos decenas de personajes, con su raza, genealogía e historia de fondo propias, también recaerán en el mismo sopor de hace diez años. Es fácil que este respeto milimétrico al pasado no tan lejano sea uno de los argumentos más populares en contra de El Hobbit, ahora bien, que el camino esté previamente fijado no tiene por qué ser necesariamente malo cuando la llegada a la meta trae consigo su recompensa. Personalmente considero un error reprocharle a un realizador de demostrado virtuosismo que sea fiel a sí mismo, pero sí lo es que en un estudio cinematográfico predomine la ambición por encima del sentimiento artístico, ya que por mucho que compartan ambientación y personajes, El Hobbit y El Señor de los Anillos no son el mismo libro (sí, me refiero a Guillermo del Toro y a la decisión de hacer tres películas).

El tema de la magnitud de la adaptación en relación a la cantidad de hojas que tiene la novela escuece incluso desde antes de conocer que el proyecto pasaba de dos títulos a tres a la luz de la cantidad de material escrito y rodado por Jackson. El propio cineasta ha intentado explicar que, aunque la trilogía lleva por título El Hobbit, de lo que se trata en realidad es de un proyecto mucho más ambicioso que también bebe del resto de la obra de Tolkien e incluso de alguna carambola licencia propia. Y tiene que ser así porque El Hobbit, el libro, es un relato de aventuras bastante más ligero y simple que la trilogía magna. Esas intenciones se aprecian en la película a medias. Apariciones como las de Galadriel, Elrond o especialmente la de Frodo, entre otros que es mejor que descubráis por vosotros mismos, aportan esa continuidad aplastante con la secuela cinematográfica, pero también se nota que otros fragmentos han sido deliberadamente estirados para cubrir metraje. Por ejemplo, la parada en Rivendell trae consigo guiños de lujo para el fan de la saga, pero la enésima comilona que tiene lugar allí no aporta absolutamente nada más allá de la sensación de estar ante un programa de gastronomía exótica o en una novela de Los Cinco ambientados en la Tierra Media.
Sobre los retos que implicaba una adaptación de El Hobbit, quizás el más preocupante tenía que ver con los enanos, una raza a la que el género fantástico y el cine en general siempre han relegado a la figura del contrapunto cómico. Sin ir más lejos, el Gimli de ESDLA es un ejemplo de ello. Porque un sólo enano gruñón en una película coral y compleja no molesta a nadie e incluso sirve para equilibrar la curva de intensidad, pero cuando son 13 los que comparten gran parte del protagonismo del filme existe el riesgo de que suceda algo parecido a lo visto en Blancanieves y la Leyenda del Cazador, donde ni el estupendo nivel general de los intérpretes que encarnaban a Los 7 Enanitos fue suficiente para que su presencia no trajera consigo bochorno y bajones de ritmo (por no hablar de la Blancanieves de Tarsem Singh). En ese sentido, Jackson ha logrado transmitir la misma sensación de camaradería que rezumaba La Compañía del Anillo sin por ello prescindir de la vis cómica de los personajes. Para eso sirve la primera cena en la casa de Bilbo, para establecer este cimiento fundamental de la nueva trilogía. Algo que Jackson logra con un gesto tan simple en apariencia como espectacular en su resultado: colocando a esta raza, capaz de peinados imposibles y de eructar como un mismísimo Simpson, a fregar unos platos en perfecta sincronía mientras cantan una canción. Escenas como esa o la de los tres trolls aficionados a la cocina, sólo posibles en El Hobbit, se agradecen más que cualquier otra secuencia de acción de la cinta.

Thorin, el heredero al trono enano que lidera la compañía protagonista, es retratado como un guerrero calmado y un gobernante humilde, eso sí, que supura ansias de venganza contra el dragón Smaug por obligar a su pueblo a abandonar La Montaña Solitaria cuando decidió hacer de la ciudad que se erige en sus entrañas un confortable hogar. Cual Aragorn, es este personaje el encargado de llevar el peso dramático de la película y, de la misma forma que sucedió con Viggo Mortensen, la elección de Richard Armitage (visto en El Capitán América) para darle vida se ha traducido en una sorpresa y todo un éxito. Lo de Martin Freeman es exactamente lo contrario, no por negativo sino por esperado, ya que el coprotagonista de la prestigiosa serie Sherlock no sólo lo tenía más fácil que su compañero para mantener el nivel de su predecesor -un correcto Elijah Wood-, sino que encima es muchísimo mejor actor. El intérprete británico reproduce los amaneramientos del personaje establecidos por Ian Holm hace una década sustituyendo esa capa de seguridad que trae la experiencia de la que hacía gala el Bilbo anciano por un talante mucho más inocente. Quizás, y como ya sucedía con Frodo, hay ciertos momentos en los que el rol -supuestamente, el central- puede quedar algo eclipsado por la cantidad de tramas abiertas y elementos en pantalla, pero es en escenas como el primer encuentro con Gollum donde Freeman reclama lo que es suyo. Y eso que tiene delante a Andy Serkis, un tipo con un talento que asusta. 
Una vez más, aunque mucho más pronto en la trilogía por carecer ahora del efecto sorpresa, Peter Jackson ha depositado en Gollum gran parte del peso y la efectividad de esta película no por casualidad. El duelo de acertijos con Bilbo ya era una de las escenas más icónicas de la novela y se convierte aquí en el auténtico clímax temprano, con tensión, humor y fascinación a partes iguales. Algo que sólo es posible gracias a Andy Serkis, ese mago de la captura de movimiento que a buen seguro volverá a ser ignorado en los Oscar. En esta ocasión, el lugar que ocupaba este morador de las cavernas en La Comunidad del Anillo, la de la amenaza en la sombra, corresponde al dragón Smaug, con breves, estudiadas e impresionantes apariciones en momentos clave del desarrollo. Sorprendentemente, el que sale perdiendo en comparación con el reparto liderado por Freeman es Gandalf (Ian McKellen), relegado más que nunca a la figura del personaje recurso, ese que lo sabe todo y que aparece en el momento justo de la nada para salvar el día espada o vara en mano. Porque ya lo dijo Lucy Lawless en una rueda de prensa en El Calabozo del Androide: si algo no te cuadra, "ha sido un mago".

En donde no se puede discutir la aportación propia y única de El Hobbit es en el aspecto tecnológico. No me refiero al variopinto desfile de criaturas tremendamente personalizadas que hacen acto de presencia en la cinta y que son propias del realizador de King Kong (otra a la que no le hubiera venido mal un buen recorte en la duración), sino al tan discutido sistema HFR (High Frame Rate) como complemento del 3D. Los asiduos a esta casa ya sabéis que no soy muy partidario del formato de moda, al que considero poco más que anecdótico. El Hobbit es la excepción que justifica la fiebre, eso sí, tres años después de Avatar. Sin entrar en explicaciones demasiado técnicas, el HFR o "los 48 fotogramas por segundo" consisten en una mayor cantidad de imágenes mostradas en pantalla (concretamente, el doble), lo que se traduce objetivamente en una mayor nitidez del 3D y, por tanto, en una mayor integración del efecto en la película. La técnica no distrae, complementa. Y tampoco satura, sino que sorprende gracias a un uso medido con mano maestra por Jackson. Puede que en los primeros compases de la cinta, ya sea en el espectacular ataque de Smaug o con Bilbo doblando unos papeles, cueste un poco acostumbrarse a la sensación de aceleración que trae consigo la herramienta (similar al experimentado durante los primeros días de la televisión en alta definición), y también es cierto que provoca que alguna de las numerosas persecuciones de la cinta abrumen más de lo que deberían, pero aunque la fórmula aún no sea perfecta éste parece ser el pegamento que necesitaba el 3D para cohesionarse con la obra artística y eliminar gran parte de la sombra de frivolidad y oportunismo que traen consigo las siglas en el póster.
Lo que certifica El Hobbit es que hemos entrado de verdad en la época del cine a la carta, donde se puede disfrutar de una misma película en 2D, 3D, IMAX y ahora HFR 3D. La elección del formato dependerá del espectador, cuyo deber es ir aprendiendo a servirse de ellos según el tipo de experiencia deseada. En el caso de Un Viaje Inesperado, la elección cara ayuda a enriquecer a una película que está forzada a no ser única, especial, sino el mismo producto prefabricado por una marca, eso sí, más Rolls-Royce que Coca-Cola. Porque nosotros, a diferencia del joven y campechano Bilbo, ya sabíamos lo que se escondía detrás de la invitación de ese excéntrico hechicero que se presenta una mañana como si nada en la puerta de su agujero hobbit. No sólo lo sabíamos, sino que lo esperábamos. Por eso no puede traducirse en decepción que la oferta puramente cinematográfica no exceda semejantes expectativas y más cuando aún quedan dos películas y lo mejor de la novela por hacer acto de presencia.