Nota: 7'5
Lo mejor: Daniel Day-Lewis.
Lo peor: la película es demasiado densa para el contenido que pretende mostrar.
Tras la inesperadamente efectiva Caballo de Batalla (crítica aquí), Steven Spielberg continúa imprimiendo de solemnidad sus ejercicios cinematográficos, exprimiendo esa otra faceta más seria, madura y realista en la que no desecha ese intimismo especial y conmovedor, casi mágico, marca de la casa del imaginativo cineasta. Es ese otro Spielberg que prefiere apartarse de la niñez y centrarse en aspectos más oscuros del ser adulto, cuestionar su humanidad y manipular juegos ético-morales; ése empeñado en estimular nuestra fibra sensible ante la lucha por unos ideales de libertad e igualdad, con algunos ejemplos de éxito como La Lista de Schindler o Munich, pero también con frustrados intentos precedentes como El Color Púrpura o Amistad. Esta vez, no era necesario inventar la leyenda, el conato del cineasta llega a través de un mito preexistente retratado durante uno de los acontecimientos más transcendentales de la Historia, llevado al cine en innumerables ocasiones, pero esta Lincoln establece una ruptura diferencial que le confiere especialidad, porque su gran baza es que los hechos sólo sirven de soporte para dibujar la carismática esencia del presidente, eje central del film, un metraje que queda así reducido a minutos de pura retórica, atrapante por momentos, un coñazo en otros, pero al fin y al cabo, biopic candidato perfecto a los Oscar -doce candidaturas acumula-, que de eso iba también el plan.
Esa magnificencia del personaje, elevado casi al plano de lo divino, encuentra sus cimientos por un lado en la interpretación de uno de los mejores actores vivos actuales, un Daniel Day-Lewis que se deja la piel y se planta una mucho más arrugada destacada en sabiduría, nobleza, ingenio, ironía, inteligencia y rectos principios, una con apariencia tosca e imponente, cuya imagen enaltecida es el segundo fundamento de la grandeza de este Lincoln, al cual Spielberg ha mitificado y casi beatificado, pero es precisamente esa visión idealizada carente de mala leche la que escuece, porque, seguramente, no todo fue nobleza y bondad en el decimosexto presidente de los EEUU, como tampoco la abolición de la esclavitud no escondía a su vez otros motivos, ni fue única causa absoluta de la Guerra de Secesión.
A su vez, dicha glorificación encuentra su máximo resorte en el libreto confeccionado por Tony Kushner, misma pluma de Munich, que, basado en parte de la obra de Doris Kearns Goodwin, se configura como un bonito catálogo de discursos retóricos y citas célebres made in Lincoln de las que molan para el nick del Facebook, incluyendo algún debate dialéctico entre los diputados bastante más intenso que los de un Congreso Mexicano. Claro que algo más de dos horas y media de pura verborrea moral y política se convierte en una dura prueba de paciencia para gran parte de la audiencia, un tiempo desproporcionado para lo que Spielberg pretende narrar, que no es más que el retrato de un símbolo a través de su lucha en el Congreso por la aprobación de la Decimotercera Enmienda, que abolía la esclavitud, durante la Guerra Civil estadounidense.
Day-Lewis es el motivo más sólido para no decaer en la contienda contra el bostezo en determinados puntos del metraje, pero hay más, ya que la exquisita intervención del actor se acompaña de un increíble Tommy Lee Jones como el líder radical republicano Thaddeus Stevens, que para muchos puede hasta eclipsar la actuación de su colega, arrollando todo lo que se encuentra en su plano. Sally Fields también aporta su granito de talento y se transforma en una estupenda Mary Todd Lincoln. El que ni pincha ni corta el bacalao es Joseph Gordon-Levitt, que como el hijo mayor del Presidente no aporta demasiado y se podría haber prescindido perfectamente de él sin que se hubiera notado.
Al margen de las fantásticas caracterizaciones de cada uno de los personajes, especialmente cuidada la del protagonista, hay que destacar también el mimo en la ambientación y la fotografía, que nos trasladan a ese ambiente lúgubre de la Norteamérica dividida de 1865, con un Congreso que representa la ideología y la cultura de una población agotada por las disputas y la cruenta guerra.
Más allá de que se imponga como un producto denso