Lo mejor: gustará tanto a los fans como a los detractores de Lars.Lo peor: su formato en dos películas puede jugarle una mala pasada.
Confieso que Lars Von Trier a menudo me ha dejado sentimientos encontrados. Siempre le he profesado secretamente cierto respeto por fundar Dogma 95 y atenerse a ello (aunque poco quede ya). No se puede negar que Lars se mueve en un terreno ambiguo. Su versión despechada hacia el desprecio de la prensa especializada se complementa, (i)lógica y vilmente, al aprovecharse de ello para crear polémica. Ansia que el proceso de promoción de Nymphomaniac ha evidenciado de pleno. Para empezar, sólo el tema del filme ya ha servido de campo de cultivo para que numerosos medios se hayan dedicado a lanzar dardos envenenados incluso antes de verla. No soy partidaria de tal linchamiento mediático, al que sin embargo él se somete en cierto modo, encantado y sabiendo que tiene todas las de ganar. Tal para cual, supongo.
Sin entrar al debate sobre si era necesario rodar cinco horas y media de metraje o ha sido un capricho excéntrico de autor, Nymphomaniac se ha presentado comercialmente en un formato de dos películas (de dos horas cada una). Y aquí se hablará de la cinta como un todo excepto cuando se haga la diferencia. Así, la historia comienza con un fundido a negro y una canción de Rammstein mientras la cámara se mueve sinuosamente entre callejones, sin prisa, para mostrarnos a Joe (Charlotte Gainsgburg) desmayada en un callejón, sangrando. Poco tarda en aparecer Seligman (Stellan Skarsgard), un viejo solterón, quien le rescata y le da cobijo en su casa. De esta manera se introduce la base sobre la que se estructura el resto de relatos sobre las experiencias sexuales que relatará Joe.
Cuando Joe comprende que ni puede ni quiere luchar contra su naturaleza, da lugar a una de las mejores escenas del filme: ella quemando un coche mientras suena Burning down the house de Talking Heads, en plena segunda parte de Nymphomaniac, que se caracteriza por ser más violenta y desagradable que la primera. Aquí Lars saca la fusta y no vacila, adentrándose en sendas más oscuras que la de la mera adicción al sexo de Gainsburg. Es obvio que Lars Von Trier se beneficia de la marca provocadora en la que vienen envueltas todas sus obras. No deja de ser una estrategia comercial, tan respetable o no, como cualquier otra, que le puede servir – y de hecho, lo hace – tanto de catalizador como de revulsivo. A pesar de lo que se ha voceado, Nymphomaniac no es una película porno. Lars ha jugado con nosotros de la manera más simple: sabiendo que el sexo todavía vende. Pero no os dejéis engañar por tal burda artimaña. El producto final es otra cosa. Podéis morder el anzuelo del póster y dejaros ir.