Crítica de cine: 'Skyfall'

Publicado el 02 noviembre 2012 por Lapalomitamecanica
Renacer incurriendo en nuevos errores

Nota: 6
Lo mejor: Bardem, Craig y el Sam Mendes más nostálgico.
Lo peor: una trama que no funciona ni en su lectura global ni en la personal.
Skyfall duele, y mucho. Principalmente, porque más allá de una buena película o incluso de una entrega digna de la saga, que lo es, Bond 23 evidencia en exceso que es el resultado de esa operación que están llevando a cabo los productores de la franquicia, Barbara Broccoli y Michael G. Wilson, consistente en equiparar las pretensiones artísticas a las puramente palomiteras, elevando la calidad general de las películas hasta un nivel que haga justicia a una leyenda con 50 años a sus espaldas. Y como en todo experimento, hay que sacrificar algunas cobayas de laboratorio en el camino hasta dar con la medida justa. Ya tuvimos la primera baja con la elección del antaño prometedor Marc Forster para Quantum Of Solace, donde la ausencia de cualquier trama tiraba por tierra alguna escena de acción rescatable. Esta Skyfall, aunque represente un pequeño paso en la buena dirección, no deja de ser otra rata muerta sobre la mesa. Más lustrosa, mejor vestida. Elegante, incluso, pero una rata. Muerta en la misma mesa donde pensabas degustar un maravilloso pastel.
Lo peor de todo es que el problema vuelve a estar en su historia. No ya en su incapacidad para cuajar dentro del esquema Bond, como le sucedía a Quantum en su intento por establecer una trama con lectura global e incluso humanitaria, sino en el empeño por vincular dicha trama al propio personaje, a sus orígenes y motivaciones, pero sin desligarse de ninguno de los clichés que siempre han formado la ecuación Bond, dando como resultado un cocktail demasiado agitado en el que no terminan por saber bien ninguno de sus ingredientes. Una jugada hasta cierto punto innecesaria, incluso, ya que parte del éxito de Casino Royale, más allá de actualizar el estándar técnico de la franquicia, fue apuntalar la personalidad cínica y distante, pero con apego a los placeres terrenales, que ha caracterizado al mejor Bond desde el arqueo de cejas de Connery. Para eso servía aquel acto -pelín largo- en Venecia con la muerte de Vesper, para evidenciar el dolor del héroe. Del nuevo y del que hemos visto siempre. Pero alguien pensó que no era suficiente.

La excusa argumental para este psicoanálisis fallido pone las miras en el cuestionamiento de los servicios de inteligencia británicos en una época donde el panorama político y los medios tecnológicos difieren mucho a los de la Guerra Fría, época dorada de las agencias de espionaje (el thriller de la BBC, Page Eight, ofrece otro tipo de acercamiento al mismo tema). El dilema se focaliza desde el prólogo en el personaje de M. (Judi Dench) y su relación con 007, desgastada hasta tal punto de que Bond decide fingir su muerte. Pero cuando otro ex-agente renegado amenaza con destruir no sólo al desprestigiado M16, sino especialmente a su directora, el protagonista se ve obligado a regresar de su retiro vacacional, salpicado de escorpiones y cerveza Heineken (han pagado y se nota), para proteger a su mentora.
Durante el primer acto no pasa nada. Parece que sí, pero no, y sólo cuando aparece Bardem te das cuenta. El prólogo es más soso de lo esperado y la cabecera, aunque empieza muy bien, termina por hacerse larga. Si los primeros sesenta minutos de la película no se hacen aburridos es gracias a Daniel Craig, más consciente que nunca de que está ante el papel de su carrera. El inglés termina por rematar la labor que empezó en 2006 y hace suyo al personaje en cada gesto y palabra sin que le haga falta el torrente emocional que está por venir. Es a lo largo de esta primera mitad cuando más le luce el pelo a Sam Mendes, no ya en una acertada recreación setentera del nuevo cuartel del MI6 y de sus componentes -el Bond del siglo XXI no está solo, forma parte de un todo-, sino especialmente durante la parada en Shangai, con un acto de elegancia impecable en una secuencia nocturna con carteles luminiscentes de fondo. Se trata de una escena con más espionaje que acción que, en esencia, deja ver cuál es el punto fuerte de Mendes: personajes en una habitación. No es en las persecuciones de motos o en los tiroteos por Londes, sino en los primeros planos y momentos sin diálogo donde Skyfall resulta más emocionante.

Como si se tratara de un as bajo la manga, cuando la trama acusa su primer bajón gordo de ritmo, aparece Silva. El trabajo de Bardem no sólo es uno de los salvavidas de la película, sino que es capaz de transformar a una de las némesis Bond más cercanas al ridículo en un monstruo capaz de cautivar y repugnar al mismo tiempo. Su plan no termina de estar claro, pero es Bardem en pleno lucimiento frente a un Craig el que  aguanta el tipo. Es cine en estado puro. Una vez finaliza el cara a cara, el puzle se despeja, pero aún hay cosas que no terminan de encajar. ¿Silva está loco o tiene un plan? ¿La directora del MI6 no tiene mejores opciones que pasar la noche con un anciano escocés al que se le cae el moquillo? ¿Por qué cuando todos los villanos se visten de negro pierden todo el carisma?... En definitiva, que a la trama le falta una vuelta. Hasta que llega el tercer acto, que queda claro que no, que ahí se queda. Que lejos de ofrecer un giro sorprendente o incluso algún diálogo memorable, Skyfall se simplifica más aún creyendo que ya tiene el trabajo hecho. 
Dicen que la cinta bebe mucho de The Dark Knight, que Silva se parece al Joker y que Mendes se ha fijado mucho en la labor de Nolan. Y todo eso se comenta, básicamente, porque es más complicado y jodido confesar que el parecido va más allá de un acercamiento con apariencia realista y de vocación reflexiva a un personaje muy sobado, admitiendo que la mitad del plan del maloso es una copia descarada al que ejecutaba el personaje de Heath Ledger y que toda la historia de orígenes de Bond es la de un Bruce Wayne sin Batcueva, pozo o mayordomo, pero con mansión, guardés y armario. Más allá de eso, de cierta escena en un ascensor y del estandar técnico que inneglablemente ha supuesto la trilogía de Batman, Skyfall adolece de esa construcción con miras a la historia, a la curva creciente que ha de explotar al final y que quedaba sellada con la voz en off de Gordon mientras Batman huía convertido en una amenaza. Skyfall, en cambio, pone a Bond a imitar alMacaulay Culkin de Solo En Casa.

Porque se pueden contar cosas sobre el personaje mediante sus acciones y no necesariamente poniendo un primer plano de la lápida de su padre, el señor Bond, que ni pincha ni corta en esta historia, o porque al final le falta mala hostia. Una revelación más cruel que de sentido a esta mirada al interior del protagonista, suplida con un anzuelo emocional con cierto personaje que sólo era cuestión de tiempo. Pero lo que está claro es que la introspección tampoco le encaja al icono, por mucho que algunos afirmen que Al Servicio De Su Majestad, similar en espíritu, sea una de las mejores de la saga. En ese punto, quizás sea mejor tomarse la cinta de Sam Mendes como un homenaje al agente 007 y a su mitología, gracias a innumerables guiños argumentales y estéticos, y olvidarnos del intento por demostrar que debajo de la silueta perfectamente encarnada en Craig, hay algo más que el cascarón que todos hemos usado alguna vez para vivir aventuras imposibles, coquetear con mujeres deslumbrantes y conducir bólidos de ensueño, todo ello presente en la espectacular Shangai, la bellísima Bérénice Marlohe y el Aston Martin DB5 original.
Para lo que sí sirve Skyfall, sin discusión, es como reinicio definitivo de la saga a nivel general más allá del personaje central al recolocar a las nuevas piezas con los rostros de Ben Whishaw (el nuevo Q), Naomie Harris (Robin Moneypenny) y Ralph Fiennes (Mallory), en unos lugares inesperadamente tradicionales que perfilan la película definitiva de Bond que está al llegar. Esa que Skyfall estaba destinada a ser antes de quedar descubierta como un tímido salto no exento de riesgo en esa dirección. Incluso la que llega a ser por momentos, insuficientes para hablar de misión cumplida, pero también para sentenciar el fracaso rotundo. En definitiva, Skyfall es tan caótica como bienintencionada, y por eso duele tanto.