Lo mejor: el envoltorio estético. Lo peor: el contenido.
Uno de los peores enemigos a los que puede enfrentarse un director es su ego y, en este caso, Nicolas Winding Refn se ha topado de lleno consigo mismo. Tras el alabadísimo trabajo que nos ofreció en Drive (crítica aquí), el realizador, consciente de su éxito, ha querido continuar exprimiendo esa fórmula que imprimía la protagonizada por aquel enigmático piloto de pasado desconocido que se movía por una atmósfera perturbadora. Síntoma de esa ecuación iterativa es el poco disimulado recurso de un principal que, además de tener el mismo rostro, presume de presentarse con un perfil prácticamente calcado. No sólo eso, sino que en esa línea repetitiva, el cineasta se permite jugar con unos rasgos argumentales místicos con los que pretende dotar a la historia de un aire tan inquietante como nos ofreció en su anterior largometraje, acompañado de una estética audiovisual singular y lírica más propia del cine de Lynch, que no camufla su intención e innecesaria presencia y llega a resultar hasta pedante, conformando un auto-homenaje cinematográfico inmerecido y prematuro.
La ausencia del Winding Refn humilde del pasado hiere profundamente a una cinta que erra en un guión, escrito por el propio director, cuya historia se perfila como una sucesión de acontecimientos encajados a la fuerza. Así, las piezas del puzzle lanzadas al aire y combinadas anti-natura construyen un relato ambientado en Bangkok y liderado por Julian (Ryan Gosling), un extraño tipo propietario de un gimnasio que funciona como tapadera para el narcotráfico. El hermano del chico es asesinado y su madre (Kristin Scott Thomas) exigirá al protagonista que vengue su muerte. Sin embargo, los hechos les conducirán a enfrentarse a un corrupto y sanguinario agente de policía (Vithaya Pansringarm) al que le flipan los karaokes.
La trama mantiene con pinzas cierto interés que se sujeta a través de unos caracteres desconcertantes y ese estilo técnico poético que no en todo momento resulta agradecido, sino que en ocasiones descoloca a un espectador que cree sufrir un déjà vu con lo que visualiza en pantalla, especialmente con un intérprete principal que defiende exactamente el mismo papel que vimos ya en Drive. Al menos en esta ocasión, el rol protagónico puede presumir de un nombre y de un trauma infantil que da una explicación freudiana a esa personalidad adulta, tan trastornada como la de su misteriosa antítesis con el rostro de un Pansringarm igual de impasible que su compañero de reparto, sólo que con un leit motiv bastante más sombrío que no esperéis desvelar conforme el metraje avanza. Menos seria es la presencia de
No podemos culpar al elenco de un baile cuya coreografía se sirve como un pretencioso teatrillo que termina ofreciendo una obra caricaturesca sin demasiado sentido a la que no le bastan ciertas virtudes estéticas y de ambientación para lograr la aprobación de la audiencia, que ha sentido menospreciada su inteligencia tras el visionado de un producto desvergonzado a la hora de seducir con una fórmula que ya hemos visto anteriormente, pero que esta vez se plantea de manera equívoca y con una chulería que ni siquiera camuflada.
Sólo Dios Perdona es el decepcionante y precoz discurso de un Nicolas Winding Refn que ha querido idolatrar su propia imagen en el espejo, conducido por el narcisismo lógico de quien alcanza una fama de doble filo. A pesar de ello, la promesa no se ha perdido gracias a que el realizador continúa sin perder del todo ese característico magnetismo inexplicable que mantiene a flote un espectáculo al que le sobran pretensiones y le falta modestia, pero que extrañamente uno desea visionar hasta el final.