Nota: 7
Lo mejor: que J.J. Abrams rueda con un mimo y un cariño de los que ya no quedan. Y Benedict Cumberbatch. Lo peor: que la trama no llega a ser tan contundente y épica como su tono pretende. Como sus tráilers y el inmejorable precedente que es la cinta de 2009 nos dejaban intuir, Star Trek en la Oscuridad es una de las lanzas más largas del arsenal con el que Hollywood pretende vaciar este año nuestros bolsillos, ya sea en 2D, 3D o el siempre recomendable IMAX. Con permiso de la mucho más cachonda y hasta cierto punto arriesgada Iron Man 3, el regreso de la tripulación de la Enterprise es la mejor superproducción de lo que llevamos de año, principalmente, porque entiende cómo funciona el equilibrio entre espectáculo y sobriedad, ése que apuntalaron Steven Spielberg, James Cameron y Ridley Scott durante los 80 y 90, y porque sabe jugar sus bazas, por escasas que sean, de forma magistral. De ahí que no sea casual el juego de despiste con el que se ha preservado la identidad del villano al que da vida el tan de moda Benedict Cumberbatch, no ya por la trascendencia de la revelación como tal, sino atendiendo a la importancia crucial de todo el rol en el desarrollo de la cinta, en el suspense sobre sus verdaderas intenciones y, en definitiva, en la necesidad de exprimir cada ápice del que es sin duda el motor de una lujosa nave que vuelve a encontrar en J.J. Abrams a su piloto idóneo.En ese mismo sentido hay quien podría calificar como un pecado imperdonable que la saga no trascienda el entretenimiento de primera ahora que las bases argumentales del reinicio están asentadas o, en definitiva, que Abrams tiene carta blanca para contar lo que le venga en gana, pero si nos olvidamos de que Star Trek siempre ha entendido de maravilla su vocación de segundona en el marco de la ópera espacial, principalmente gracias a sus raíces televisivas, descubrimos que el reencuentro con unos Kirk y Spock rejuvenecidos, pero intactos, fue el gran hito del cineasta en la entrega precedente; no el contar una gran historia o confeccionar un clásico de la ciencia ficción, sino el aplicar su imaginario para sacar adelante uno de esos proyectos a los que nadie sabía como devolver a la vida. Por eso En la Oscuridad "sólo" salva la papeleta y, encima,
para repetir el éxito apela nuevamente a la sorpresa y satisfacción que provoca una vuelta de tuerca bien traída a hechos de sobra conocidos de la mitología trekkie, como los vistos en la que es considerada la mejor película de la franquicia, Star Trek II: La Ira de Khan, de la que los guionistas Damon Lindelof y Roberto Orci han cogido los elementos que les ha dado la gana, jugando siempre sobre seguro.A pesar de que su tono es predominantemente dinámico y jovial, su historia de fondo está basada en la tragedia más contundente, pero no porque los hechos que acontecen en la pantalla terminen por transmitir dicha sensación sino porque Abrams no duda en engrandecer cada pequeño clímax para tapar precisamente las carencias del guión. Tras una serie de ataques sobre la armada en los que se cimienta esta misión de venganza contra un desconocido terrorista, el argumento de En la Oscuridad no duda en centrarse en el villano John Harrison y en los terribles actos sobre esta familia de viajeros espaciales que le llevan a ser recordado por un ajado Spock (el cameo de turno por parte de Leonard Nimoy) como el rival más feroz al que se ha enfrentado jamás. Por el camino, para dejar respirar al inglés y en esa línea algo forzada que comentamos, el libreto no duda en rellenar los huecos con secuencias protagonizadas por almirantes corruptos (Peter Weller) y válvulas que, en un contexto donde las naves no tienen ni que aterrizar para recoger a los pasajeros porque existe el teletransporte, aún necesitan de un valeroso capitán que arriesgue su vida para girarlas manualmente.
Pero como decimos, todo gira en torno al personaje de Benedict Cumberbatch (Caballo de Batalla, El Topo), uno de esos actores que sólo se descubren cada cierto tiempo, capaz no únicamente de interpretar cualquier tipo de rol, sino de aportar; de trascender a la descripción en papel o, como es el caso de Sherlock Holmes y este Harrison -apodo del que pronto prescinde para desvelar su verdadera identidad- del imaginario popular para hacer suyos a los personajes hasta un punto en el que se hace imposible contemplar a nadie más recitando esas líneas. Poco importa que esos diálogos no tengan la trascendencia de los de un Darth Vader o Hannibal Lecter, personajes de los que este pétreo y oscuro villano bebe tímidamente, y que se acerquen más a los de un Silva (Skyfall) o Bane cualquieras cuando el intérprete que hay debajo es capaz de pasar de la calma más absoluta a la pura explosión de emociones en un instante o, en definitiva, encarnar la imprevisibilidad y sensación de peligro constante de la que hacen gala las grandes figuras del mal en la historia del cine.