Nota: 7
Lo mejor: puede resultar maravillosa si te dejas atrapar.Lo peor: no estamos educados para este tipo de cine, lo que de entrada puede provocar una alergia colectiva.
Cualquiera que preste un mínimo de atención al palmarés de los festivales de cine independiente puede llegar a la misma conclusión sin demasiado esfuerzo: la devaluación consciente o inconsciente de este tipo de cine pasa por haberse quedado estancada en una espiral autocomplaciente. Los festivales de cine indie ya no son lo que eran y sus principios se han derretido en pos de propuestas de final amable. Además, la tendencia a la comedia dramática naivee inofensiva acechando constantemente a la vuelta de la esquina no hace sino echar por tierra las bases de este género ya tan gastado. Se han saltado a la torera las premisas que escupían en sus inicios – si es que alguna vez las tuvieron y no surgieron únicamente como respuesta automática al cine más comercial. Si los Independent Spirit Awards y Sundance son hoy en día sus máximos referentes, no hay mucho a lo que aferrarse. Las productoras han optado por dejarse tentar por el mismo elemento que las majors: los beneficios económicos.
En medio de todo este barullo y confusión de etiquetas mal puestas, surge la segunda propuesta de Shane Carruth, un cineasta que – como no podía ser de otra manera – tarda diez años entre una peli y otra, pues obviamente no tiene a muchos dispuestos a financiarle las maravillosas ideas que rondan por esa cabecita de matemático. Para poner a los despistados en antecedentes, S. Carruthes como el hombre orquesta pero en el cine. Su condición polifacética (y el bajo presupuesto) le convierte en un realizador ágil que dirige, escribe, protagoniza, monta y compone la banda sonora de sus filmes. También es el responsable de Primer, una cinta compleja de viajes en el tiempo, una delicia de ciencia ficción como dios manda que no subestima al espectador con romances de por medio ni con explosiones de coches para amenizar el espectáculo y de paso ahorrarse las explicaciones científicas. Su corta filmografía requiere esfuerzo y no trata al espectador como si estuviese en primaria; lo que evidentemente juega tanto a su favor como en su contra. Su cine es complejo, te zarandea. Muchos pensarán que una sola película no es suficiente para concederle a Upstream Color la paciencia que requiere. No se les debe hacer caso. Son unos insensatos.
Upstream Color dedica su primera media hora a una intriga de tintes conspiranoicos en los que asistimos al secuestro de Kris (Amy Seimetz), la protagonista femenina, en su propia casa por un desconocido, quien introduce en ella un organismo inmortal en forma de larva, que la deja en una especie de trance hipnótico y completamente sumisa a las instrucciones de este hombre. Para evitar que este efecto se desvanezca, encomienda a Kris tareas mecánicas, entre ellas copiar fragmentos de Walden, de Henry David Thoreau, detalle de peso en el conjunto del filme. Eventualmente, Kris conocerá a Jeff (Shane Carruth) y conseguirá que le extraigan la larva del cuerpo, que pasará a habitar otro organismo, por medio de una cadena de acciones intuitivas y no planeadas, llevadas a cabo por diferentes personas (en principio no relacionadas entre sí).
Esta trama inicial – que poco tiene que ver con el resto de la cinta - se revela como una excusa para exponer que tras la consciencia de que hay una parte del ser que no es tangible, se llega a un nivel de entendimiento humano que se manifiesta con un lenguaje universal no empírico sino sensorial; y un vínculo fomentado por el sentido de comunidad (cuando cada persona que ha sufrido eso, se dirige hacia los cerdos por pura intuición). Tanto los protagonistas como los demás sujetos que han pasado por ese trauma parecen conectados y vulnerables a los mismos estímulos. Shane Carruth apela a un idioma universal que está muy por encima de lo perceptible y ha de encontrarse mediante una experiencia traumática. Como una especie de ciclo vital forzado que se les impone a ciertas personas, cuyo fin parece ser que el hombre no debe olvidar sus raíces ni lo que supone vivir en comunión con los recursos de la naturaleza. De ahí la importancia de Walden. Una experiencia mística a través de la naturaleza que indica que nuestra conducta puede estar predeterminada (por la naturaleza).