Nota: 6,5
Lo mejor: su ritmo sin descanso y la cara de mala hostia de Liam Neeson.
Lo peor: que el realizador Olivier Megaton no sabe rodar peleas cuerpo a cuerpo.
Liam Neeson emerge de las sombras con paso lento pero imperturbable. Lleva su eterna gabardina negra y le rodea una nube de pólvora. Él no lleva pistola, pero sus manos ensangrentadas hacen ver que tampoco la necesita. Su rostro, libre de bótox y otros recursos del intérprete con síndrome de Peter Pan, refleja la confianza en uno mismo que atesora aquél que tiene la situación bajo control, aunque también el pesar de alguien que está a punto de quitar vidas cuando preferiría estar de picnic con su familia. Liam Neeson vuele a ser Bryan Mills, uno de los mejores héroes de acción que nos ha dejado el género el los últimos años y que, como bien define su ex-mujer (Famke Janssen) en los primeros minutos de película, da el cien por cien 'del cien por cien' cuando algo se le mete en la cabeza. Esta vez, se ha vuelto a proponer entretenernos de cojones, y vaya si lo logra.
El regreso del actor irlandés al rol que revitalizó su carrera en 2008 era inevitable. Neeson le debe su segunda juventud cinematográfica, dedicada exclusivamente al thriller de acción (Infierno Blanco, El Equipo-A, Sin Identidad), al personaje de Mills, que cual McClane es tan potente como para encasillar a su intérprete en sus líneas maestras. Aunque parezca un poco absurdo alabar la descripción de personajes al hablar de cine de acción sin demasiadas pretensiones como el que nos ocupa, el éxito de esta saga parte por el trasfondo que se le asume a Mills, muy por encima del hombre común llevado al límite que suele protagonizar este tipo de relatos. Mills es un ex-agente de la CIA y un experto en seguridad. Un hombre que viaja con una maleta llena de armas y siempre lleva un microteléfono escondido en el calcetín 'por si las moscas'. Vamos, el protagonista ideal para este relato. Una máquina de matar con visos de realismo que, aunque tenga sus momentos terminator, también sufre, sangra y muerde el polvo en algún momento.
En esta ocasión, el sufrimiento llega por parte de Murad (Rade Serbedzija, visto en Snatch o Eyes Wide Shut), un mafioso albanés al que vemos enterrar a su hijo en la primera escena mientras jura venganza contra el hombre que acabó con su vida tras un interrogatorio, silla eléctrica improvisada de por medio, en un tugurio parisino. El primer acierto de la película parte por narrar una trama directamente continuista con la anterior sin tener que apelar a la mala suerte cinematográfica que tienen los protagonistas de las sagas de acción, capaces de meterse en embolados igual de peligrosos en todas las entregas sin relación aparente entre sí. En Venganza 2, los que reclaman la revancha son los malos: los padres, hijos y hermanos de todos aquellos que vimos morir a manos de Mills en la primera película, que persiguen al protagonista hasta Estambul, donde está cumpliendo con su último encargo en seguridad privada, para secuestrarle a él y a su ex-mujer, que había acudido junto a su hija al país europeo a última hora para darle una sorpresa. Gracias a ese teléfono en miniatura del que os hablaba antes, Mills es capaz de contactar con su hija para evitar que ella sea también abducida y, de paso, darle las indicaciones necesarias para rescatarle y dar comienzo oficialmente al festival de hostias.
Como decimos, parte de la gracia del primer filme estaba en asistir al modus operandi de Mills. A cómo su búsqueda de una sola persona en una ciudad de 12 millones de habitantes sin más información que el acento de un secuestrador no resultaba forzada y gratuita sino que poseía cierta lógica interna. En Venganza 2 se ha potenciado ese aspecto en escenas como la del mapa y el compás, las 'granadas localizadoras' o el plano mental que se hace el prota durante el traslado a la base del malo. Lo que no está tan logrado es el componente de acción en sí mismo. Las persecuciones aguantan el tipo y los tiroteos cumplen, pero la cinta pierde enteros cuando nos muestran a Mills peleando con sus manos. Una mente sucia podría pensar que el montaje epiléptico del que adolecen esas secuencias es resultado de la edad de Neeson, que a sus sesenta años tampoco está para coreografías elaboradas en plano fijo, así como del escaso presupuesto del que hace gala esta producción francesa. Nada más lejos de la realidad. Venganza 2 ha costado 45 millones de dólares, veinte más que la anterior, con lo que ese fracaso sólo responde a la nula habilidad del realizador Olivier Megaton para sacarle brillo a un género en el que Luc Besson, productor del asunto, parece empeñado en que triunfe. El cineasta ya destrozó Transporter 3 y la secuela espiritual de Leon El Profesional, Colombiana, y casi lo vuelve a hacer en esta Venganza 2, salvada por un ritmo endiablado -si la cosa se para, nada mejor que sacarse un Rover lleno de esbirros de la manga- y, sobre todo, por ese rostro arrugado y rebosante de peligrosidad del que hace gala Neeson.
Porque él es la película. Esto es un one man show en toda regla por mucho que Kim (Maggie Grace) consiga más protagonismo o a pesar de que esta vez sí que hayan incluido a un villano final como tal, totalmente funcional como némesis que comparte el amor del protagonista por su familia y sus nulos escrúpulos a la hora de buscar venganza. Ambos elementos se agradecen (más el segundo que el primero) y sirven para compensar algunas de las carencias de la película, tan entretenida como su predecesora, pero algo menos mítica y con secuencias pirotécnicas mucho más burdas. De todas formas, Venganza 2 se acerca mucho a la secuela soñada por los fans de la primera, deseosos del chute de testosterona que nos produce Neeson con sólo mirar fijamente a cámara. Ahora, únicamente nos queda esperar que para la tercera, cuya trama ya se avanza brevemente en el filme, Besson se olvide de Megaton y rescate al responsable de la cinta que lo empezó todo, Pierre Morel.