En el angosto espacio de un encuadre de 4:3 el verde difuminado de una frondosa arboleda espera a que los personajes que pululan en la lejanía se acerquen a primer plano. Ese va a ser el único instante en que vamos a tener un momento de respiro y tranquilidad, revestido de cierto colorido, en toda la película. Nos encontramos en 1944. Quien camina hacia la cámara ataviado con una gorra es Saúl, un judío húngaro que se ocupa de conducir a un grupo de personas de su propia nacionalidad y religión al interior del campo de concentración de Auschwitz. Visiblemente desorientados, colocan sus ropas y pertenencias en las perchas de unos inhóspitos vestuarios mientras el protagonista y otros como él les apremian, ante la atenta mirada de los soldados alemanes, para que se introduzcan en las “duchas”.
No han pasado diez minutos y el directo al estómago y la sensación de desazón resulta angustiosa. Lázsló Nemes, el realizador, no tarda en contextualizar un comportamiento que pone en entredicho la moralidad de estos hombres. Forman parte de los llamados Geheimsträger, portadores de secretos, prisioneros forzados por los nazis para trabajar en las cámaras de gas y crematorios de los centros de exterminio. No podían dimitir de sus puestos, tan solo esperar el final de la guerra antes de que ellos mismos fuesen “seleccionados”. A pesar de reconocer que no tenían alternativa, tamaña atrocidad nos deja hundidos en la butaca.
Saúl, para no volverse completamente loco, dentro de la tortura psicológica que supone colaborar en semejante barbarie, encuentra su tabla de salvación moral en el intento de rescatar de las llamas el cadáver de un niño, al que toma por su hijo, para enterrarlo según el rito judío.
Esta sorprendente ópera prima, cruda y sin concesiones, se encuentra diseñada desde un principio para hacer sentir incómodo al público. Todas las decisiones estéticas y estilísticas forman parte de una propuesta absolutamente coherente con lo que quiere narrar, por muy experimental que pudiera parecer el uso continuo de planos secuencia concatenados. De esta forma, teniendo siempre al protagonista en primer término, le acompañamos en este descenso a los infiernos en el que, con gesto desencajado, observamos el proceso cuasi industrial mediante el que el ejército nazi deshumanizaba el trato a los prisioneros primero y a sus cadáveres y objetos de valor después.
Nemes ha querido encajonar la acción entre los estrechos márgenes del exiguo cuadrilátero de su cámara transmitiendo con ello la atmósfera claustrofóbica e irrespirable que se vive en esta factoría de la muerte; sin apenas diálogos, reduciendo a la mínima expresión una partitura prácticamente imperceptible que, sin subrayados dramáticos, ayuda a plasmar la terrible realidad retratada. Nos encontramos ante un trabajo sobrio, tremendamente impactante, que trata un aspecto apenas transitado a la hora de hablar del Holocausto y al que poco hemos de reprochar. Tal vez la franqueza con la que nos abruma desde el inicio. El Óscar a la mejor película de habla no inglesa ya tiene dueño.
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El hijo de Saúl
Dirección: Lázsló Nemes
Guión: Lázsló Nemes y Clara Röyer
Intérpretes: Géza Röhrig, Levente Molnár, Urs Rechn
Fotografía: Mátyás Erdély
Duración: 107 min.
Hungría, 2015