Un escritor favorito como Jorge Márquez utilizó hace años un comentario que le regalé sobre el poco daño que hace un libro malo. Como si no hubiese centenares de miles de obras sin valor literario —y con un enorme valor humano— en la órbita más alejada del gran libro que nos alumbra, del clásico, del que merece la pena explicar en clase —permítaseme la pedantería etimológica. «Criticar al crítico» subtituló Guillermo Carnero un artículo que le publicamos en la revista Laurel, en el segundo número, en 2000, en el que como autor matizaba lo que escribió alguien sobre él y explicaba su propia obra en unas reflexiones que calificó de «egocéntricas». Me he acordado de algo que recordó Juan Marsé sobre aquel comentario de Faulkner cuando un periodista le pidió que hablase de su nueva novela: «Estoy demasiado ocupado escribiéndola. Tiene que satisfacerme, y si así ocurre, no hace falta que la explique. Si no me satisface, hablar de ella no la mejorará, ya que la única manera de mejorar la obra es trabajar más en ella. No soy un hombre de letras, soy un escritor. No me gusta nada hablar de la faena». Y yo tengo un proyecto de ensayo o de algo parecido que lleva por título Los entendidos. Tiene demasiados años como para que pueda sobrevivir; pero, bueno, lo menciono aquí por darle algo de la poca vida que le queda. Quién sabe. Va encabezado con varias citas, una de ellas es de José Ángel Valente: «No es misión de la crítica imponer una lista de títulos recomendados, sino suscitar la operación creadora de la lectura», y, ahora que lo he sacado de una de las carpetas de mi escritorio, he refrescado que era una especie de diálogo con una tal Nuria. Qué cosas. También me he encontrado con un recorte del ABC literario de julio de 1990 en donde el escritor Javier García Sánchez consideraba una «monumental incongruencia» que el crítico establezca «juicios de valor, con pavorosa frecuencia tajantes y subjetivos, y lo que es peor, públicos, sobre aquello que sale del alma de uno». Por eso llamaba a algunos «criticators», críticos que destrozan cuanta letra impresa se pone ante sus ojos. Lejos quiero estar de actitudes así y por eso tengo ganas de compartir una de mis más recientes lecturas, El verano del Endocrino, de Juan Ramón Santos, una novela extraordinaria. Porque, como decía unos días atrás, es bien gustoso compartir con otros una experiencia grata y propiciar que alguien más sienta lo que tú has sentido. Y ahora me sabe mal que el otro día, a costa de mi primera entrada de esta serie de crítica de la crítica, un buen periodista se disgustase por que su periódico se podía ver malparado por mi comentario y los de algunos de los que me leyeron. No era, por mi parte, una queja, ni solicitud de compensación, sino una reflexión sobre la necesidad de que el rigor, la responsabilidad y la seriedad de un trabajo placentero tengan más reconocimiento que la cocina mediática o la meteorología. Vamos, que la evanescencia.