Tras nueve adaptaciones a la gran pantalla podemos establecer que las películas basadas en relatos de Nicholas Sparks constituyen un subgénero dentro del cine romántico; la más renombrada, y objeto de culto en todo el mundo, El diario de Noah. El propio novelista, a la vista del suculento filón taquillero, comenzó a aparecer como productor a partir de Un lugar donde refugiarse. Lo mejor de mí supone su segunda incursión en estas labores que le permiten tener cierto control sobre la cinta y, por supuesto, el acceso a un mayor pellizco de los beneficios.
El sello Nicholas Sparks consiste básicamente en acumular un conjunto de tópicos dentro de una trama romántica en la que los personajes principales no tienen por qué tener un final obligatoriamente feliz y que suele girar en torno a una tragedia. Podríamos decir que este filme cumple con dichas premisas (en cuanto a la conclusión, sin adelantar acontecimientos, que cada uno juzgue a su debido tiempo).
Nos encontramos, pues, ante una sucesión de lugares comunes que conforman un collage más que un pastiche. La partitura de Aaron Zigman calca en determinados pasajes la que Rachel Portman compuso para Las normas de la casa de la sidra y el recuerdo de los personajes de Michael Caine y Tobey Maguire ha parecido encarnarse en la relación paterno filial del protagonista con su mentor y protector. La diferencia de estatus entre Dawson y Amanda nos deja el déjà vu de una memorable secuencia de Cocktail. Incluso ciertas ingeniosas transiciones temporales generadas en un simple movimiento de cámara parecen sacadas de los momentos más sentimentales de Lone star. Esa combinación entre pasado y presente, además de la humilde extracción del chico y su desarraigo, ya aparecía de forma marcada en El diario de Noah. Sorprendentemente, a pesar de la cantidad de clichés y de todos estos elementos prestados (o quizás gracias a ellos) la trama romántica funciona. Esa estructura articulada por medio de flashbacks que van revelando la naturaleza de la relación amorosa de la pareja termina por enganchar y concitar el interés del espectador.
La película se sustenta sobre los hombros de una magnífica Michelle Monaghan, muy por encima de un simplemente correcto James Marsden al que se le ve un tanto limitado y acartonado; muy tierno para un papel que un trágico accidente impidió que interpretase el actor inicialmente elegido, Paul Walker. Luke Bracey y Liana Liberato, sus alter ego adolescentes, ayudan con su buen trabajo a mantener la tensión de la trama pero quien realmente destaca sobre todos es un ilustre veterano, Gerald McRaney, al que acabamos de ver en Focus, que encarna de manera sincera a Tuck, el “padre adoptivo” del protagonista.
El precipitado epílogo, necesario para dar sentido y cierta coherencia al resto del relato aunque narrado a base de hachazos para no prolongar excesivamente la duración del filme, rompe el llevadero ritmo que nos había traído hasta allí. Dicho esto, y tras valorar nuestras expectativas iniciales, podemos afirmar que no salimos defraudados del cine.
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Lo mejor de mí
Dirección: Michael Hoffman
Guion: J. Mills Goodloe y Will Fetters, según la novela de Nicholas Sparks
Intérpretes: Michelle Monaghan, James Marsden, Gerald McRaney
Música: Aaron Zigman
Duración: 118 min.
Estados Unidos, 2014