Nota : 8
El año pasado, la primera gran obra de Netflix fue sin duda una de las series revelación de la temporada al descubrirse como un pequeño triunfo dentro de un género, el thriller político, que hace años encontró en El Ala Oeste de la Casa Blanca su buque insignia. No obstante, nunca he sido un amante de la serie de Aaron Sorkin -y en general de toda su obra- por enfocarse bajo un prisma demasiado idealizado (como le sucede a The Newsroom), de ahí que recibiera con especial pesar en 2012 la cancelación de Boss, una propuesta que, aunque pecaba de disparatada, nos ofrecía el enfoque opuesto al de la serie protagonizada por Martin Sheen, mostrando a un alcalde despiadado, traicionero, violento y, por tanto, con mucha más miga. Probablemente en un punto intermedio, con lo mejor de cada casa, se encuentra House of Cards, una sátira personal de la que Frank Underwood nos hace participes con sus constantes guiños al espectador y que mezcla la elegancia desde los títulos de crédito con la perversión de unos personajes cuyo único motor es la ambición.
La primera temporada, con su doble premiere dirigida por David Fincher, fue toda una demostración palpable de hasta dónde es capaz de llegar este antiguo congresista demócrata, ya no sólo por despecho o venganza, sino como parte de un plan mucho más ambicioso. Desde el primer plano de la serie, donde el refinado político intima con el espectador a los pies del cadáver de su perro, recién sacrificado por él mismo, Underwood da el primer indicio de su moral laxa y talante práctico, donde cada elemento a su alrededor es entendido como una mera pieza con una utilidad muy concreta. Como si de un adelanto del sacrificio de Peter Russo se tratara, esa secuencia fue la confesión tácita de las auténticas intenciones de este psicópata engalonado, incluso desde antes de que el espectador fuera capaz de entender cómo funciona realmente la mente de este titiritero de la democracia. Porque se podrá decir muchas cosas del Underwood, pero nunca que proviene de la escuela de Pilatos.
Tras llegar a la vicepresidencia, parecía que el camino recorrido por el personaje de Kevin Spacey tocaba ya a su exitoso fin, sin que pudiéramos siquiera imaginarnos dónde tenía puesta Underwood la línea de meta. Porque lo que parecía ser un año en el que el duelo contra el magnate del pretróleo Raymond Tusk iba a colapsar nuestra atención, el ex-congresista ha vuelto ha engañarnos cual Houdini, desviando la atención y utilizando a sus rivales mientras orquestaba planes de mayor calado. Sin embargo, no hay que olvidar que Tusk sí ha tenido ese ansiado protagonismo, curiosamente en un papel que no deja de ser similar al que el actor Gerald McRaney interpretó en la tercera temporada de Deadwood; el de la cara visible del empresariado que condiciona la vida política.
Dinero negro, financiación ilegal de los partidos, lobbys codiciosos... ¿No os suena de algo? Y es que la segunda temporada de House of Cards queda ya para el recuerdo como uno de los mejores exponentes de la suciedad que se esconde bajo la alfombra de la democracia, a la que no somos ajenos en España. Pero como nos muestra el final de la temporada, la gran diferencia de la tierra de las barras y estrellas con nuestro país es la capacidad de la justicia americana y de la opinión popular para lograr que sus políticos dimitan. Como si de una casa de naipes se tratara, tan frágil como precisa, el plan de Underwood no sólo consistía en servirse de antiguos favores o nuevos chantajes, sino en utilizar al propio electorado como arma ofensiva. A pesar de su destino, el presidente Garret Walker ha sido sin duda un personaje a tener en cuenta, representando esa honestidad y pureza que se le presupone al puesto y funcionando como inmejorable contraste con Underwood.
A lo lardo de esta segunda temporada, Claire Underwood no sólo ha ejercido de soporte para su marido, sino que ha ido in crescendo, persiguiendo su propia ambición y haciendo honor a los minutos de más que demanda la espléndida interpretación de Robin Wright. La relación del matrimonio es probablemente uno de los ejes más fuertes de la serie, no ya sólo por el "amor" que incuestionablemente sienten el uno por el otro, sino por su capacidad para no dejarse afectar por el remordimiento mientras van dejando cadáveres -literalmente- a su paso. Sin embargo, por fin vimos una sombra de humanidad en la rubia cuando la descubrimos llorando en la soledad de las escaleras, asqueada de sí misma por utilizar su propia sexualidad y dignidad como armas arrojadizas. En Frank también hemos visto un pedacito de su alma con la subtrama de Freddy, cuyo sacrificio afectó visiblemente al ya vicepresidente, por no hablar del momento erótico que nos regalaron con el pequeño cervatillo que parecía el joven Meechum.
Este año, House of Cards arrancó con la mayor fuerza posible, dejando partir a la joven Zoe Barnes en la que es sin duda la escena más cuestionable de la serie, pero como el nuevo hombre más poderoso del mundo libre sugirió al final de la primer temporada, la de la periodista era una historia que merecía su punto y final para dar alcance a otras más ambiciosas, como la de Jacqueline Sharp, destinada a ocupar el puesto de Peter Russo como auténtico pupilo de Underwood y único superviviente de su conversión al lado oscuro. Quizás se haya echado de menos algo más de chicha respecto a la línea narrativa del pirata informático, ya que tras una presentación prometedora, finalmente ha quedado ensombrecida por otras tramas secundarias, como la obsesión de Doug por Rachel y su fatal destino. Pese a todo, House of Cards ha conseguido consolidarse en una temporada que ha ido incrementando su nivel capítulo a capítulo, con especial recuerdo para el centrado en la votación dirigida por Underwood, hasta amanecer con un nuevo Rey del Mal bajo el sol. Ahora, en la que ha sido anunciada extraoficialmente como la última temporada, la tercera, sólo nos queda asistir a la lucha del ya presidente por mantener su puesto y, quién sabe, conocer finalmente el precio a pagar por parte de este alumno aventajado de Maquiavelo.