Aunque las películas pueden gozar de los mejores efectos especiales de última generación y presupuestos astronómicos, no dejan de ser una forma moderna de contar historias clásicas, como lo hacían los ancianos de las tribus alrededor del fuego hace milenios. Y no hay historia más clásica que la de la ambición y la deslealtad humana, y la de la ambigüedad entre el bien y el mal. Quizás estemos acostumbrados a que el cine nos muestre quién es el bueno y quién el malvado, pero la realidad enseña que no existe el blanco y negro, sino infinitos matices de grises intermedios. Estas dos potentes reflexiones son las que inspira la última cinta de John Lee Hancock, por otra parte anodina, común, pero que acaba teniendo un profundo calado en el espectador.
El filme narra la historia de tiburón empresarial de un vendedor de Illinois fracasado, Ray Kroc, que tras conocer a los hermanos Richard y Maurice McDonald, queda maravillado por la técnica veloz de la cocina de su hamburguesería de San Bernandino, en el Sur de California. Y aunque la película tenga la típica exageración narrativa de los biopic, con personajes que parecen tener siempre una frase célebre bajo la manga y una actitud en general chulesca, como si supieran que todo les saldrá bien a la larga, el toque destacado es contar tanto en una historia tan común. Como bien enseña el refranero español ‘’unos cardan la lana, y otros se llevan la fama’’, y así, Kroc, que se da cuenta del potencial de la idea de la comida rápida, le arrebata el negocio –y el apellido- a los hermanos, se convierte en la cara del negocio durante 30 años y crea la billonaria franquicia mundial de McDonald’s.
Con un Michael Keaton que, cual ave fénix, ha vuelto del olvido cinematográfico gracias a su papel en Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (2014) representando a un actor que busca demostrar sus habilidades interpretativas alejándose de una vieja interpretación en el cine comercial de súper héroes –y que, irónicamente, interpretará al villano de aspecto de pájaro El Buitre en la nueva adaptación en la gran pantalla del hombre araña-, es la cara de Ray Kroc. Y aunque el trabajo de guion de Robert D. Siegel es acertado, pese a pecar de vulgar y arrogante aunque muestra duda humana, es Keaton quién le imprime al personaje su carisma final y hace que llene la pantalla con su presencia emprendedora.
Y es de esto de lo que trata la película –por otro lado, otra de tantas cintas que Hollywood está produciendo en torno al éxito o fracaso del ‘’sueño americano’’, como El lobo de Wall Street (2013), La gran apuesta (2015) o la estrenada en España el mismo día que El Fundador, Gold: la gran estafa (2017)-: del emprendimiento. Aunque pueda presentarse como un manual del éxito empresarial pronto comienza a mostrar las fisuras morales, las trabas administrativas o financieras, por no hablar de los obstáculos de los inversores, a los que el emprendedor Ray Kroc tuvo que hacer frente y que sorteó, según el filme, con pocos escrúpulos. No es que el trabajo de dirección o guion sea tan excelente como la historia –tópica y repetitiva en las carteleras, pero con el aliciente de tratarse de la fundación de una gran empresa hoy archiconocida- en sí merece, pero el excelente trasfondo de la cinta deja un gran sabor de boca que hace reflexionar y salir enriquecido de un material no muy memorable. Cómo quién sale saciado de un restaurante de comida rápida, a pesar de la baja calidad de los alimento, con menú con cola y patatas grandes.