Al Noroeste de Navarra, casi en la frontera con Francia, se encuentra el pueblo de Zugarramurdi, conocido por sus famosas cuevas en las que, según la leyenda, celebraban reuniones las brujas del lugar. Allí van a parar Tony y Jose, junto con el hijo de este último y un taxista que les lleva, tras haber cometido un atraco, con la intención de cruzar al país vecino. Pero se encontrarán con un obstáculo con el que no contaban… Estamos hablando, por supuesto, de la última película del director Álex de la Iglesia, y de la que supone su vuelta al cine más gamberro y disparatado, Las brujas de Zugarramurdi, recién presentada en el Festival de San Sebastián.
A estas alturas ya no sorprende el que Álex de la Iglesia haga un cine que es muy suyo (con pocos o ningún discípulo) y a la vez muy de todos, en lugares muy españoles, a los que da un protagonismo inusual. Las brujas de Zugarramurdi sigue la misma estructura de casi todas las películas del director, pero está especialmente hermanada con Balada triste de trompeta, ya desde los mismos créditos (aunque a Las brujas… se le pueden perdonar algo más lo excesos por tratarse, ya de primeras, de una comedia surrealista y fantástica), con un trepidante comienzo que va adoleciendo de una falta de la agudeza inicial según avanza, y que al final pierde totalmente el rumbo, para volverse simplemente un extravagante y escandaloso festival, en este caso con un desfasado aquelarre final que hace un uso de la figura de la Venus de Willendorf y de la teoría de la Gran Diosa Madre que jamás se podría haber imaginado, con un aspecto visual que podría recordar a Guillermo del Toro.
Un batiburrillo enfermizo de risas, acción y sangre llevado con el buen pulso habitual de De la Iglesia, con unos excelentes movimientos de cámara, y un montaje tan caótico y acelerado como la historia que cuenta, hacen que la película se desarrolle de manera bastante dinámica casi todo el tiempo, luciéndose especialmente en su recreación de ambientes y personajes (ese hermano encerrado, un personaje tan propio del director). Especialmente acertada es la barroca fotografía de Kiko de la Rica y la pintoresca banda sonora de Joan Valent, unida a unos espectaculares efectos de sonido, quizás algunas veces incluso demasiado espectaculares, ya que en ocasiones tapan las voces de los actores, especialmente en las escenas de acción.
Ante todo, la historia sería una metáfora de las relaciones de pareja, una monumental guerra de sexos en la que todas las mujeres son unas auténticas brujas, que buscan una manera de vengarse de sus fracasos amorosos, y todos los hombres, panolis que se dejan manejar por ellas porque no son capaces de entenderlas. Todos ellos están encarnados por un amplísimo elenco de actores que se lo pasa estupendamente paseándose por el anárquico batiburrillo que es la película. Nadie desentona, ni siquiera los cuestionables Mario Casas (realmente muy divertido en su recreación del típico “cani”) o Carolina Bang. Por su parte, Hugo Silva, como protagonista dentro de un reparto tan coral, demuestra una vez más que se maneja estupendamente en la comedia. Atención especial merece la gran “revelación” (aunque ya le conocíamos de la televisión) que es Jaime Ordoñez. Pero por encima de todos, las reinas de la función son sin duda Carmen Maura y Terele Pávez (con permiso de un portentoso Enrique Villén, que se gana algunos de los momentos más hilarantes), auténticas brujas de cuento. Y entre muchos más, no hay que dejar de prestar atención a los cameos impagables de Carlos Areces y Santiago Segura.
Las brujas de Zugarramudi es una fábula demencial que empieza como una comedia por todo lo alto pero que acaba por saturar con sus excesos, aunque resulta casi todo el tiempo entretenida y visualmente impecable. Puro cine de diversión de lo más desvergonzado que supone una de las apuestas más animadas de la cartelera actual.