Si además se junta que la música corre a cargo de John Williams y que, encima, entre los actores de reparto se encuentra Tommy Lee Jones uno se empieza a ilusionar.
Lincoln (2013) es el resultado.
Una película que pese a sus más de dos horas y media de duración se hace corta. Con la actuación sublime de su protagonista y una puesta en escena magnífica.
Pero hoy no vengo tanto a hablaros de las bondades de la película en sí, que son bastantes sino del poso de reflexión que deja una vez la has visto.
En Lincoln se nos narra el proceso de desarrollo y aprobación de la decimotercera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América en medio de la cruenta Guerra de Secesión a finales del siglo XIX.
Esta guerra vino precisamente producida por la divergencia de opiniones entre los estados del norte y del sur acerca de la cuestión de la esclavitud.
Resulta verdaderamente interesante ver plasmadas opiniones que ahora mismo nos parecerían propias de bárbaros en personajes políticos históricos de no hace más de 250 años.
“Homo homini lupus” [http://es.wikipedia.org/wiki/Homo_homini_lupus] decía Hobbes y durante los miles de años que el ser humano ha poblado la tierra, para nuestra desgracia, así ha sido.
Somos un lobo para nosotros mismos. En nuestro interior radica el mayor de los bienes pero junto a él se esconde el más peligroso de los males. Es complejo entender el proceso que lleva a un ser humano a dar rienda suelta a esos instintos tan animales en contra de elementos de su misma especie.
Entiendo que habrá muchos estudios psicológicos que profundicen en la materia y sean capaces con mayor o menor tino de explicar esta cuestión. Aún así, sigue siendo un problema sin solución sencilla.
Lincoln nos muestra una sociedad racista, machista y corrupta.
¿Qué nos diferencia de ellos 250 años después?
Pues no penséis que mucho.
Sí, es cierto, hay un presidente negro en la Casa Blanca, la mujer tiene una integración social mucho mayor, y la corrupción, bueno, la corrupción es otro tema.
Pero aún así estamos todavía tremendamente lejos de alcanzar el grado de progreso que nuestra inteligencia superior, o al menos aparentemente superior, se merece.
Todavía tendemos a despreciar lo ajeno, a temer lo que desconocemos, a volcar nuestras iras en aquellos que son “diferentes” a nosotros: las mujeres no deberían trabajar, los extranjeros no deberían venir, la culpa de todos los males la tiene el que no es como yo.
Todo es una cuestión de responsabilidad. Responsabilidad humana. Saber que nosotros y sólo nosotros somos los responsables de nuestro destino. Que cuando echamos la culpa a las circunstancias, al de al lado por ser diferente, a la de enfrente por no ser como yo, sólo estamos demostrando la cobardía propia del débil.
El problema, y ese es el poso reflexivo del que os hablaba, es que para alcanzar el progreso que nos lleve a una situación ideal necesitamos el consenso, necesitamos llegar a él a partir de nosotros mismos, todos y cada uno sin distinción.
Es la esencia de la democracia. Del valor de la mayoría. Del poder de la igualdad.
Me pregunto si llegará el día en que esa mayoría deje de ser débil y cobarde y se convierta en la poderosa herramienta de la humanidad para alcanzar su cénit como civilización.