No vamos a descubrir ahora, y menos en España, el drama que vivieron tantas madres e hijos al ser separados poco después de nacer. Las excusas fueron múltiples; desde el presunto fallecimiento del recién nacido hasta, como se narra en esta película, el juicio de unas monjas que determinaban que la mujer había cometido pecado mortal y debía sufrir toda la vida por ello.
Sería fácil entrar en el lado más melodramático y arrancar la lágrima fácil, pero la gran virtud de este título es su manera de afrontar los hechos, exponiendo las situaciones de cada personaje sin juzgarlos, dejando que sean los propios hechos los que les definan. Entendemos las motivaciones, aunque muchas de ellas no las compartamos, y nos concede la oportunidad de ser nosotros mismos los que generemos nuestra propia opinión.
Judi Dench es pieza fundamental en este puzzle. Ahora mismo nos resultaría muy complicado identificar a otra actriz para el papel de Philomena Lee. Se muestra capaz de no caricaturizar un personaje peculiar, anclado en el pasado, profundamente religiosa y, a la vez, inocente y confiada. Como contraposición Steve Coogan, como periodista obsesionado con volver a la palestra, resulta convincente en un personaje engreído, prepotente, profesional y con buen trasfondo. La relación que se crea entre ellos es entrañable pese a sus opiniones opuestas en muchos sentidos y su distinta forma de afrontar los acontecimientos.
Resulta sorprendente descubrir situaciones que podríamos entender en el siglo XVII, pero que en pleno siglo XX, generan impotencia, dolor e incomprensión. Gracias al cine, y a los buenos cineastas, estas historias jamás caerán en el pozo del olvido. La lucha de unas madres por encontrar a sus hijos siempre serán motivo de admiración, respeto y apoyo.
José Daniel Díaz