Hace ya un mes se publicó una entrada en la que exponía algunas de las críticas más generales que el economista Joseph Stiglitz, quien trabajó como economista jefe en el Banco Mundial, formulaba con respecto al Fondo Monetario Internacional. En esta entrada se tratarán las reformas que el propio Stiglitz propone para hacer posible en este órgano la exigencia de responsabilidades o ‘accountability’. Pone el ejemplo de los afectados en el sudeste asiático por las políticas monetarias y fiscales excesivamente contractivas. Éstos pueden, como mucho, expresar su desacuerdo con estas políticas cambiando de gobierno en su país. El FMI, responsable de que se ejecutaran tales políticas, permanece indemne.
“El FMI es una organización internacional pública, pero la falta de legitimidad en la alocación de los derechos de voto socava su validez política.” Resulta que los derechos de voto se distribuyeron hace cincuenta años de acuerdo al “peso” económico de cada Estado. Sin embargo, en este tiempo los cambios en las economías no se han visto reflejados adecuadamente en las modificaciones del reparto de los derechos de voto.
Para empezar, Stiglitz propone que el FMI debería volver a su mandato original en relación a la prevención y resolución de las crisis, dejando al Banco Mundial su actividad en los países post-soviéticos y en los países extremadamente pobres. Más allá del hecho de que las políticas del FMI suelen fallar en estos países, se alega que todo órgano funciona mejor si el objetivo que persigue es único e inequívoco. Además, esto facilitaría la rendición de cuentas. De la mano de esta medida sería necesario un cambio en el modus operandi del órgano. Deberían ponerse límites a la capacidad del FMI para fijar condiciones a sus paquetes de rescate y un mayor énfasis en reglar procedimientos para los casos de quiebras, especialmente en un escenario de endeudamiento privado. La fijación de condiciones o cargas se ha demostrado ineficiente, y más si se tiene en cuenta la incapacidad del organismo para limitarse a fijar condicionantes directamente relacionados con la crisis. Hoy en día, cuando el FMI va a adoptar un programa, elabora unas previsiones macroeconómicas del impacto del programa, evaluando variables como crecimiento e inflación. Deberían también interesarse por el impacto de los programas en la pobreza, desempleo y los salarios. El conocimiento del impacto probablemente condicionaría la toma de decisiones en los programas, y además provee una base sobre la que fundar una acusación por responsabilidad. Y, para finalizar en esta línea, Stiglitz propone que se presente a los países no uno sino varios cursos de acción, especificando su impacto en los distintos grupos sociales. De esta forma se favorecería la separación entre lo económico y lo político.
En segundo lugar, Stiglitz señala a la estructura de gobierno del FMI. El obviar esta reforma supondría diezmar la eficacia de las anteriores, porque siempre se encontraría la forma de que los programas pasaran las restricciones de largo. El comportamiento de toda organización se ve afectado por los intereses de quien depende la misma. En el caso del FMI, se trata de un órgano dependiente de los ministros de Economía y Finanzas y de los bancos centrales. En concreto, la mayoría de los votos se concentran en el G7, que pese a representar una gran parte de la economía mundial, representan una minoría de la población mundial. Además, a diferencia de la ONU, el FMI otorga un derecho de veto único a los Estados Unidos. Tampoco se puede optar por los sistemas un país-un voto, ni un ciudadano-un voto, por los problemas de funcionamiento que generarían. Se requiere un sistema más complejo en que un mayor consenso sea necesario para la acción colectiva. De esta forma se estimularían unos debates más abiertos y se protegerían los derechos de las minorías.
Más allá del sistema de voto, la representación de los gobiernos en el FMI (ministros de finanzas y bancos centrales) es elegida con la justificación de que son expertos en materia de mercados financieros. Sin embargo, no representan el amplio abanico de intereses que se ven afectados por las políticas del FMI. Las políticas pueden crear diversos riesgos, a saber: de recesión, de inflación, de impago de acreedores… Se puede achacar el fallo de varios programas del FMI al hecho de que la organización ve el mundo “con las gafas” y persiguiendo los intereses de la comunidad financiera. Los países desarrollados deberían enviar a los ministros de finanzas acompañados por representantes de las agencias de ayuda (AECID, en España). Los países en desarrollo deberían enviar representantes de los ministerios de trabajo e industria, e incluso del propio presidente del Gobierno para asegurar los intereses nacionales.
Pero para democratizar el FMI se requiere algo más que modificar las representaciones. Debería establecerse una agencia que evaluase la actuación del órgano, la precisión de sus evaluaciones de impacto de los programas y ayudase a explicar los fallos. Desde luego, esta agencia encargada de supervisión debería ser transparente para facilitar a su vez su propio control. Lo ideal sería además que desde esta agencia se alentara a toda organización financiera multilateral a aconsejar a los países. El monopolio en materia de asesoramiento no debería ser más aceptable que el monopolio en cualquier otra parte de la economía.
Por descontado, en todo proceso reformador que busca democratizar un órgano la apertura y transparencia son fundamentales. El escrutinio público favorecería la toma de decisiones favorecedoras para el interés general. Desde luego y como en todo órgano algunas informaciones deberían ser alejadas del público. No sería beneficiosa la publicación de la información sobre la alta probabilidad de insolvencia de un banco porque podría producirse el pánico bancario. En resumen, Stiglitz critica que la estructura de gobierno del FMI concede todos los asientos a los ministros de finanzas y los bancos centrales, lo que les permite salvaguardar sus intereses en la aplicación de los programas de forma opaca. La reciente crisis financiera global ha originado un debate que, a pesar de estéril, ha centrado el punto de mira de las reformas de la arquitectura económica internacional en el Fondo Monetario Internacional.