Crónica de un regreso

Por Marikaheiki

No hay nada tan placentero en el viaje como tirar abajo todos los esquemas. Después de pasar tanto tiempo en Macedonia, había creado en mi imaginación una idea general  que englobaba a toda la región de los Balcanes. Pero, de repente, llegamos a Kosovo y paseamos por las calles de Pristina, que a pesar de tener también un barrio turco de callecitas y joyerías, destila un aire de cosmopolitismo poco común. Los cafés se parecen más a los de Londres que a los de Skopje, tienen flores que se enredan por todas partes y mesas de teca blanca y hojalata, y también tienen escaleritas con verjas de líneas quebradas y los chicos son muy guapos y lo que más me gusta de todo es cómo nos miran todos, directamente a los ojos, con una seguridad que no me esperaba ni por asomo. Ah, Pristina. Me quedo con las ganas de aguantar dos o tres días paseándomela e imaginándome que todavía quedan cines post-comunistas de butacones de terciopelo granate donde se puede fumar, y en los inviernos la nieve cubre las aceras y las plazas se llenan de los fantasmas y los cafés de gente que toma vino caliente.

Claro que esa en la Pristina que yo me quiero imaginar que es. Nada es real.

*(Nota: todas las fotos a continuación fueron tomadas en Serbia. Exigencias del guión)

Este ha sido un viaje vivido a dos niveles: por un lado corporalmente y en directo, con sus lunas y sus soles y las cosas que ocurren y las que se dejan sin hacer. Pero a la vez me ha ido corriendo por dentro otro viaje subterráneo que no ha tenido nada que ver con el presente ni con la realidad tangible. El viaje interior ha sido un viaje literario y de comprender en retrospectiva todo lo que ha ocurrido en un año, que si lo pongo en la balanza, ha tenido casi tanto peso como los veinte años anteriores. Algunos días me llegaba la introspección y el hieratismo a los ojos y no podía hablar. Entonces sabía que estaba recorriendo ese otro camino que va por dentro. Al salir de Barcelona pensé: “el viaje es mi columna vertebral, lo que me sustenta”, pero hoy pienso que no es verdad, que la espina dorsal es el papel y las palabras son las vertebritas que la forman y esa sustancia dentro blanca y viscosa, eso sí es el viaje, el que nutre y desemboca, pero que está contenido absolutamente en esta otra cosa que es escribir.

Tres días de furgoneta se me parecen a un retiro espiritual en el que solo cabe leer, escribir, leer de nuevo, escribir cartas a mis amigos y pensar pensar mucho en lo que se viene ahora. Todo el futuro está abierto otra vez, y vuelve esa incertidumbre que hace mariposas en el estómago, porque tomar decisiones asusta lo mismo que da placer.

Carla me lo había dicho: amarás los Balcanes, van a emocionarte. Solo espero que ella esté tan emocionada ahora también, mientras se pega una vuelta al mundo brutal gracias a Trivago

Kosovo: lleno lleno lleno de banderas albanesas y me digo que tengo que volver, que en dos horas no da tiempo a nada y que la bandera roja con el águila bicéfala me gusta mucho y quiero saberlo todo. Parece que todo el  país está  de boda hoy, y los coches cortan el tráfico para que pasen los novios y os invitados atravesando la autopista. Entonces de repente nos encontramos con una frontera y nos creemos que estamos llegando por fin a Montenegro pero qué sorpresa, esto es otra vez Serbia, y no nos enteramos de qué pasa ni de por qué nos tienen retenidos pidiéndonos documentos y razones y observándonos como si fuésemos sospechosos de algún crimen contra la humanidad. Este es el tipo de frontera que me esperaba en los Balcanes: los coches militares, los vehículos antibombas que parecen tanques, las alambradas de espino y los sacos de  contrapeso delimitando las zonas en las que no se puede poner un pie, los policías de la ONU y otros con la bandera griega y el Hellas bordado, y sobre todo esos rostros fríos e inermes. Pero, ¿qué ha pasado? Intuimos que Serbia, cuando Kosovo se declaró independiente, ocupó algunas de las zonas que regionalmente pertenecerían a Kosovo, y por eso a mitad de camino volvemos a cambiar de país sin pretenderlo. Nos retienen en la frontera y yo miro alrededor: el lago tiene el color azul de los mares de Tailandia, aun a pesar de las nubes que llenan todo el cielo. Las montañas se van superponiendo y al final parecen convertirse en esbozos a carboncillo. A veces hay casas a orillas del agua, unas verdes limón, otras celestes, con sus embarcaderos pequeñitos en frente, y las barcas amarradas a los pilotes sobre los que se elevan. Me imagino el silencio. Salimos fuera y nos hace daño en el oído de lo profundo que es. Sacamos unas fotos y al mirarlas me doy cuenta de que nunca harán justicia a la realidad y guardo la cámara: ahora toca fotografiar con mis retinas, y se me clavan los contornos de los paisajes y de los abetos que parecen esponjas y algas marinas que se retuercen bajo el agua, y también las puntas rojas de los tejados de nieve, porque hará frio, seguro que el invierno convierte en silencio en hielo por aquí.

El policía nos pone  problemas para entrar. Suplicamos. Sacamos cada permiso, cada identificación, cada sello del pasaporte, pero su rostro es de una intransigencia brutal. Tiene los ojos azules de mercurio y no habla una palabra de inglés. Nos lleva a un lado de la carretera y nos abre el maletero. ¿Por qué tenemos miedo, si no llevamos drogas, ni armas, solamente llevamos alguna botella de vino de más? A eso se le llama autoridad supongo: a conseguir que un miedo sin razones se torne real.

*(Nota 2: ¡esto sí es Montenegro! No más tretas fotográficas )

Avanzamos con lentitud por la carretera de los muertos. Cada poco tiempo aparece un altarcito con fotografías de los difuntos de la velocidad y con flores de plástico, y a veces con vasos de chupito y botellas a medio beber y monedas que las  almas piadosas que paran a rezar por ellos les van dejando. En las placas conmemorativas quizá dice: “te quedaste dormido, mi amor”. Da escalofrío ver la cantidad de víctimas pero tiene bastante sentido al ver cómo conducen. A los costados de la carretera, el bosque, la montaña. Montenegro suena a misterio y a brujas de ojos de sangre.

En esta región el hombre perdió la lucha contra la naturaleza y solo pudo refugiarse a su abrigo. Los pueblos no son más que salpicaduras en la gran montaña de roca cortante que vamos serpenteando por una línea de asfalto en su epidermis. No dejamos de traspasar pequeños túneles excavados en la roca. Se ha hecho de noche y entonces empieza la lluvia. Al pasar por Rožaje dos mujeres con velo salen corriendo de un coche con palitos de algodón de azúcar. Se acabó la fiesta. Me digo: no sé ni dónde estoy, no sé  nada, no tengo imágenes de este país ni de lo que significa, y abro bien los ojos para llenar los huecos. En los rótulos de las tiendas hay muchas jotas y muchas ces y muchas eses y símbolos dormidos que me traban las palabras en la lengua.

A cada rato los relámpagos convierten la ciudad en sombras: el cielo entonces se pone amarillo y parece explotar. Se pierden los sonidos de la radio y de la carretera y solamente ruge la lluvia contra la chapa de la furgoneta y es atroz, capaz de empujar toda la gravedad del mundo hacia el suelo y la ciudad desaparece también tras la cortina blancuzca de agua que lo llena todo. Llueve en Montenegro y nosotros…

Nosotros solo regresamos a casa.

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