Publicado por Nacho S
Todavía no había amanecido cuando llegamos a la terminal de autobuses de Teherán, nuestra última parada antes de volver a España. Había gente durmiendo por todas partes en las banquetas y echados contra las paredes. No era la clásica estampa de mochileros durmiendo en el aeropuerto de Bergamo, era gente de mayor edad, apenas sin equipaje. Afuera, los autobuses iban y venían por los oscuros alrededores del edificio donde sólo algunos pequeños lugares de comida rápida iluminaban la calle con sus luces chillonas.
A pesar de todo, en el ambiente nocturno se apreciaba un sonoro murmullo constante que nos indicaba que, en la capital de la República, muchos de sus 8 millones de habitantes estaban despiertos y en plena actividad.
Pasamos alrededor de una improvisada y pequeña mezquita que estaba rodeada por una valla metálica con la idea de encontrar un taxi para ir al centro. El taxista nos quiso hacer precio pero como no teníamos prisa y habíamos leído en la guía que era muy normal esperar a que el vehículo se llenase para compartir gastos consideramos que nos merecía la pena la demora. En menos de 10 minutos un hombre al que le faltaba un brazo se unió a la expedición y poco después, cuando llenamos la plaza que faltaba, el coche arrancaba. El hombre manco se interesó por nosotros y nosotros por él. Nos dijo que era kurdo y en respuesta a qué le había pasado en el brazo nos sonrió y nos dijo: “Kurdish people”. Muy cachondo.
El taxi nos dejó en todo el centro. El primer sitio en el que preguntamos tenía bastante buena pinta pero desgraciadamente se escapaba al alcance de dos pobres mochileros, porque a pesar de la amabilidad del chico de recepción salimos escopeteados al pedirnos unos 30$ por cabeza.
Ya estaba clareando y dimos con una calle llena de pensiones supercutres donde intuimos que daríamos con la tecla. Estaban todas cerradas por fuera y había que llamar para entrar, generalmente golpeando la cristalera para despertar al tipo que durmiese en el suelo al otro lado, quien de bastante mala leche nos abría para comunicarnos el precio y tal. A la tercera o así dimos con una que nos hacía precio a unos 7 pavos por cabeza. El timo era que decía que había WiFi pero era mentira, como descubrimos al día siguiente. Teherán se alejaba de esa extrema amabilidad de otros lugares, no obstante encontramos a mucha gente encantadora también.
Tras dormir un rato salimos a visitar el Palacio de Golestán, antigua residencia real de la dinastía Kayar (1785-1925). En época pahlaví (1925-1979) el palacio fue utilizado para recepciones oficiales de la realeza, y tras la revolución iraní quedó limitado a museo histórico y arquitectónico. Es patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Recorrimos sus estancias, salas de juego, salas de recepción y los espacios dedicados a mostrar las artes y costumbres del pueblo iraní, representado por figuras de cera realizando las tareas cotidianas y ataviadas con las distintas vestimentas propias de cada época y cada región del país. Había un reseñable número de grupos de turistas internacionales.
Como no quedaba a muchos metros de casa aún no nos habíamos enfrentado al denso tráfico. Por ilustraros: el tráfico de Teherán tiene tal magnitud que provoca que sea una de las ciudades con el aire más contaminado del mundo, siendo un hecho muy preocupante y causa de gran número de enfermedades y muertes por afecciones respiratorias.
Nuestro primer contacto como peatones con la aventura de cruzar una gran calle en Teherán ocurrió al salir del palacio. Cruzar una avenida en la capital iraní es poco menos que una odisea. Para que os hagáis una idea, en Teherán, ciudad que recalco tiene unos 8 millones de habitantes, todos los semáforos (prácticamente) están en ámbar. Básicamente los coches te vienen por todas partes, y en los pequeños huecos que quedan entre los carriles, donde crees que puedes sentirte a salvo, pasan las motos. Todo aderezado con el sonido de decenas de bocinas. Una auténtica jungla de asfalto, y no precisamente en la que sale Marilyn Monroe.
Aún sintiendo la adrenalina de nuestro desvirgamiento en la experiencia de alto riesgo de cruzar la primera gran avenida, llegamos a un parque donde había un pequeño edificio que resultó ser “El museo de la Paz de Teherán”. Uno de los jóvenes que trabajaba allí nos fue guiando por las secciones. Empezamos por las gráficas de número de muertes debido a las guerras y a su aumento a lo largo de los siglos, luego pasamos a las referencias sobre los primeros ataques a civiles (se hablaba de Guernica) y sobre todo se hacía mucho hincapié en la guerra entre Irán e Irak en los años 80 y al uso de armas químicas por parte de Sadam en la población kurda e iraní. Para rematar había diagramas sobre el arsenal nuclear y armamentístico de los Estados Unidos en relación al resto del mundo y un mapa sobre la expansión del Estado de Israel. La bonita conclusión, rezaba un cartel, era que la paz no es tan sólo la ausencia de guerra, sino que proviene de la forma con la que las personas tratamos a los demás en cada acción, alentando a todo el mundo a ello.
Terminamos el día paseando por el bazar y visitando la mezquita del viernes, para luego irnos a la cama pronto. El día siguiente iba a ser largo ya que íbamos a aprovechar todo el día para ver la ciudad y nuestro avión salía a las tres de la madrugada (los horarios de Pegasus, al igual que en la ida, muy particulares), por lo que se preveía una buena paliza hasta llegar a España.
Madrugamos para ir directos al Palacio Sa’dabad. Se trata de un complejo palaciego situado al norte de la ciudad, construido por la dinastía Pahlavi y actual residencia del presidente. Aún se preserva toda su suntuosidad, reflejada en galerías pictóricas, colecciones de coches, alfombras de 120m2, regalos y alhajas, así como enormes salas de recepción y habitaciones donde se realizaban banquetes para decenas de comensales. La primera televisión en color que llego a Irán aún se conserva allí.
Como anécdota, tras pagar de nuevo los aproximadamente 12 céntimos de euro que costaba el billete univiaje del metro para volver al centro, de entre las clásicas miradas de soslayo que se proyectaban en nosotros mientras hablábamos en castellano en el vagón, un hombre surgió muy sonriente y nos estrechó la mano introduciéndose. Nos dijo el ya clásico “Welcome to Iran” y mantuvo una entretenida charla conmigo. Fue difícil entenderse pero el hombre no perdía la sonrisa ni el interés. Finalmente resultó ser un director de cine iraní, y como regalo de despedida, de su maletín sacó un DVD con una de sus películas y me la regaló.
Comimos rápido y fuimos a la entrada del Palacio de Golestán, donde habíamos quedado con Ali y el profesor Habib (que habíamos conocido en Yazd) y también con Joaquín, nuestro compatriota asturiano. Estuvimos todos allí puntuales y fue una alegría volver a vernos. Nos llevaron al museo nacional explicándonos más sobre todos los restos que allí había y sobre ellos mismos. Ali estudiaba español y se quería profesionalizar como guía turístico y el profesor Habib era un viejo profesor entregado al arte, sobre todo a la pintura.
Luego nos llevaron a un gran centro cultural repleto de jóvenes talentos iraníes. Había pintores, escultores, exposiciones de fotografía, una sala de teatro y secciones de arte moderno. Ali y el profesor nos guiaban de sala en sala explicándonos y presentándonos a los distintos creadores. Yo sentía estar entre los futuros artistas que daría a conocer el país más adelante. Casi todo el mundo saludaba al profesor Habib y el ambiente era relajado y de progreso. Charlamos tomando el té en la cafetería, donde la carta era variada, ofreciendo distintos tipos de bollería e incluso platos vegetarianos. El día había sido espléndido con ellos pero ya tocaba la despedida, ya que habían quedado con un grupo de visitantes de Corea del Sur para cenar. Insistieron en invitarnos y se fueron sonrientes, como los recordaremos siempre.
Desde allí volvimos al centro a cenar y a disfrutar de nuestra última noche en el país.
Joaquín, por casualidades de la vida, cogía el mismo avión que nosotros para volver por lo que pasamos por su hostal y por el nuestro a recoger los equipajes y nos dirigimos al aeropuerto internacional Imán Jomeini. Aprovechamos que el mausoleo de Jomeini pillaba de camino para hacer una parada y verlo aunque fuese de noche. Concretamente se encuentra a 10 kilómetros de la capital, al lado de la autovía que lleva al aeropuerto.
Se trata de una obra faraónica que reúne a millones de personas al año aunque a las horas que llegamos estaba cerrado y tan sólo había algunas personas que dormían dentro echados por sus pasillos y recovecos. No estaba abierto pero estaba iluminado por lo que pudimos hacernos una idea bastante buena de cómo era aquello.
En el aeropuerto, que estaba igual de repleto de gente que cuando llegamos, estuvimos viendo las fotos que Joaquín había hecho en su recorrido particular por el país. Él sí había tenido tiempo de acercarse a lugares como la Torre Azadi y la vieja embajada de Estados Unidos en Teherán y fotografiar las particulares pintadas que hay en su fachada. Os dejo la más reconocida.
Subimos en la aeronave pasadas las tres de la mañana: volvíamos al mundo donde se podía beber cerveza. Abatidos por el sueño, fuimos como zombies de avión en avión hasta llegar a Madrid-Barajas y despedirnos de Joaquín.
Antes de subir en Méndez Álvaro a nuestro autobús, tuvimos tiempo de comer una hamburguesa en el Burger que hay enfrente. El tiempo justo de sentarnos y que unos ladrones cogieran mi mochila dentro del propio local, con una cámara a un metro y medio, y salieran corriendo a un coche que había fuera. Eso sí que fue una bienvenida a España. La seguridad de la que gozamos en Irán se esfumó en un momento. Aún estoy esperando a que la policía vaya allí a ver las cámaras e identificar a los que lo hicieron y se llevaron todos mis recuerdos, mi ropa, mi cámara y mi pequeño portátil.
Eso sí, llegar a casa de un viaje por Irán sin nada como quien viene de echarse unos litros en el parque es una experiencia más que curiosa.
Cierro esta crónica animando a todo el mundo que pueda a visitar este fascinante país, lleno de buena gente, con una mala prensa más que injusta y malintencionada donde se puede tener una gratísima experiencia por poco dinero y con una seguridad enorme.
Nunca olvidaremos nuestro viaje a la República Islámica de Irán.
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Espero que hayáis disfrutado de la crónica y os haya servido para poneros lo más posible en mi piel. Cualquier duda que tengáis si decidís saber más o emprender la marcha a aquellas tierras la podéis poner en los comentarios y os la solucionaré lo antes posible.