- Buenos días. - Saludo. No es momento de ponerme a seleccionar entre mis útiles así que lo guardo todo en el bolsillo.
- Soy la neumóloga - escucho al otro lado. - Te llamo porque tengo en la consulta una paciente con disnea que refiere haber empeorado en los últimos meses. Tiene estridor.
Ante semejante descripción no me quedo nada tranquila.
- Mándamela a la consulta que la veo ahora mismo.
Unos minutos después traen hasta mi puerta a la paciente en una silla de ruedas. Definitivamente no suena bien al respirar. La única respiración bonita es la rítmica y silenciosa, los ruidos extraños del cuerpo dan miedo, en mi experiencia resultan mucho más inquietantes que un crujir de pasos o el chirrido de unas bisagras en una mansión abandonada.
La exploro y cruzo los dedos. Conjurar a los hados no me sirve más que para confirmar mis sospechas: las cuerdas están paralizadas. Repito la prueba, no se vaya a tratar de un espasmo. Mi insistencia no mejora la exploración. Indago en la clínica y descubro que la pobre mujer apenas puede hacer nada, ni siquiera dormir, se ahoga cuando se tumba.
- No puede respirar porque la laringe está cerrada, - le explico. La única solución es abrir más abajo, hacer un agujero en la tráquea para superar el obstáculo y que el aire no se atasque, sino que pase a los pulmones.
Añado que no vamos a quitarle las cuerdas vocales y que podrá hablar. Los primeros días un balón se lo impedirá pero, en cuanto lo deshinchemos, sonará la voz de nuevo.
Vivir medio ahogado no es ningún placer y, aún así, hay pacientes que rechazan la traqueotomía. Les asusta la idea del agujero en el cuello. No es el caso. La mujer es sensata y no le falta carácter, quiere respirar y está dispuesta a la cirugía, sólo queda organizarla: quirófano, anestesia, enfermeras, etc.
- ¿Ha desayunado?
- Sí, esta mañana.
Eso sí es un problema. El anestesista no querrá dormirla con el estómago lleno y no tiene un cuello largo y fino en el que operar rápida y cómodamente, y menos aún con ella despierta, medio ahogada y tosiendo. Debo intentar rascar algo de tiempo.
- Voy a ingresarla y le pondré medicación (traducido en la hoja de tratamiento significa corticoides a chorros). Lo arreglaré todo para hacérselo mañana, aunque si empeora no esperaremos hasta entonces.
Agarro la silla y bajo con la mujer a urgencias, hay que estar pendiente de ella y prefiero ocuparme en persona. Pillo medio desprevenida a una de mis amigas que se ofrece a cuidarla. En su lugar me subo tres pacientes a la consulta. Sobre el papel tres por uno no parece un buen cambio pero mi enferma supone mucho más trabajo. Entre paciente y paciente termino el resto de los recados.
A la mañana siguiente me encuentro a mi señora ya instalada en la planta. Está feliz. Ha descansado sin necesidad de tirarse a medianoche de la cama por falta de aire. De hecho se encuentra tan bien que hasta ha pensado en irse a casa. Lástima que el tratamiento milagroso de corticoides no pueda mantenerse de manera indefinida.
Aún no es hora de bajarla al quirófano. Aprovecho el tiempo para visitar al resto de los ingresados, dar altas, explicaciones, redactar informes y rellenar recetas. El anestesista nos avisa cuando está disponible y un celador traslada a la paciente al área quirúrgica. A la mujer le preocupa perder la memoria con la anestesia, tiene 87 años y ya le sucedió en una ocasión y no le gustó. Le aseguro que, si le sucede, le contaré todo de nuevo y por escrito si es preciso (heme aquí cumpliéndolo).
Todo sale bien. Hablo con la familia y les llevo al pasillo para que vean pasar la cama, ese instante de atisbo de su ser querido les deja más tranquilos que cualquier discurso sobre la cirugía al que, con los nervios, apenas prestan atención. Un rato después visito a la enferma en el despertar. La mujer refiere no acordarse de nada. No creo que sea consecuencia de la medicación sino de toda la hipoxia anterior. Espero hacerle recuperar la memoria, y la respiración.