Ambiente prenavideño en Marienplatz
Todo lo contrario, el Munich prenavideño, o de Adviento según la denominación más culta, es un despliegue de edificios y calles iluminadas, puestos callejeros sirviendo salchichas y Glühwien (vino caliente) y riadas de gente comportándose de forma ordenada aunque impetuosa. La primera vista de Marienplatz la obtuvimos al girar la cabeza a la derecha y contemplar un árbol imponente totalmente engalanado de luces, justo antes de ver el aún mas imponente edificio gotico detrás de él, que hace las veces de Ayuntamiento o Rathaus. Casi instantaneamente tuvimos en nuestras manos sendas copas de vino caliente que extendian al interior de nuestros cuerpos el caluroso saludo de las gentes en aquella tan animada plaza. En todos los puestos navideños que vimos durante el viaje, el sistema funcionaba de la misma forma: en el pedido de la copa de vino se paga un depósito por la copa o vaso. Si te gusta lo suficiente, te lo quedas, si no lo devuelves y recuperas tu depósito. Nosotros nos quedamos la primera copa casi sin pensárnoslo. Mientras degustábamos aquella dulzona cantidad de alcohol, recorrimos con entusiasmo los puestos de bolas, mazapanes, figuras y belenes, gorros y calcetines, imanes y moldes para galletas, y toda la inconmensurable infinidad de mercachifles navideños a los que, visto en contexto de la totalidad del viaje, M. y yo no habiamos más que asomado la nariz. Para entonces ya habia llegado la largamente esperada hora de cenar bajo los estándares bávaros, que en nuestras cabezas no era nada más definido que un festin de salchichas y cervezas, y eso tuvimos justamente, cerca de Viktualien Markt, en una taberna tipica bavara donde nos acomodaron junto a una pareja de japoneses. Parecian tener miedo de todo, y sacaban fotos a todos los platos que les ponían delante. Ella bebía el doble que él, pero practicamente no comia. Pedimos una ensalada, «la tipica alemana», y a nuestra rubia mesera, convenientemente caracterizada como bávara, le pareció una petición estupida. «Qué es la tipica ensalada alemana?», y bien, nosotros tampoco teniamos una respuesta rápida a esa pregunta disparada con tanta bilis, asi que elegimos otra cualquiera de las que componian el menú. Pensándolo ahora, la tipica ensalada alemana con la que todos en España estamos familiarizados está hecha a base de salchichas y patatas. Junto a nosotros, en un banco más a la derecha, había un grupo de unos diez hombretones ataviados al estilo tradicional bávaro celebrando el viernes noche con gran derroche de alcohol. El que se sentaba en la punta de la mesa, de espaldas a nosotros era tan descomunal que prácticamente dejaba fuera de nuestra vista al resto de sus compañeros. Todos llevaban pantalones cortos y sombreros llenos de insignias, algunos coronados por con unos penachos de lo más ridiculo, pero magníficos para el ambiente. Todos nuestros sueños pantagruélicos se cumplieron cuando desfiló ante nosotros un suculento plato de cinco diferentes tipos de salchicha y en la mesa de los bávaros una camarera hacia entrega de un monstruoso copón de al menos tres litros de cerveza oscura y espesa, recibido con palma abierta por parte del mastodonte en la punta de la mesa y posteriormente circulado al compañero de su derecha. Ayudarse con la otra mano para sostener el jarrón hubiera supuesto perder automáticamente todo derecho de pertenencia a tan selecta hermandad, cosa que, al menos en nuestra presencia, por supuesto no iba a ocurrir. La noche avanzó, nuestros vecinos japoneses se marcharon y nosotros poco después. Aún quedaban algunos puestos abiertos en Marienplatz pero claramente se había vaciado y el ambiente languidecía. Tan cierto es que los alemanes del sur son capaces de transformar mis prejuicios como es que los confirman de nuevo en cuanto tocan las 9 de la noche (mucho antes si se trata de un pueblo). Felices y a gusto con la nueva ciudad conquistada bajo nuestros pies, en una noche fresca pero con la consciencia de que podría serlo mucho más, nos alejamos del centro hacia nuestro apartamento en Sant Anna Platz. Arriba nos esperaba nuestro primer encuentro con el más silencioso de los anfitriones. Pauli era un gato feo. Lo que le hacia tan feo eran un par de rasgos que definió M.: en primer lugar, los ojos tan claros, casi blancos, que como a otros seres (perros, humanos) otorgan a su portador un semblante casi sobrenatural. El segundo rasgo era la ausencia de cejas – por supuesto no me refiero a cejas como tales, de las que los gatos carecen, sino de una diferencia de color en el pelaje que enmarca la vista del gato y le da un rostro, una expresividad. Si se me permite la comparación, Pauli era feo y raro de la misma forma que lo es un albino. M. y yo seguimos comparando a Pauli con el apolineo modelo encarnado por nuestro gato Agapito. Tenía la cara más ancha pero era mucho más ligero al cargarlo. Era infinitamente más bueno y cariñoso. Tan cariñoso que en la primera noche se deslizó sigilosamente (aunque, tratándose de gatos, la puntualización es redundante) y se colocó a nuestro lado, trayendo el frio de la noche en su blanco pelaje. Tras ofrecernos un breve recital de ronroneos mezclados con extraños ronquidos, se fue tal como vino. Más tarde aún repetiría la misma jugada. Pero ya está bien de hablar del gato Pauli. El dia amaneció espléndido, y con él nuestra voracidad matutina, ahora que las salchichas del dia anterior habían sido digeridas diligentemente. Lo que casi sin darnos cuenta se habia instalado en el seno de nuestras cabeza fue una formidable resaca a base de cervezas y vino caliente, que capeamos de la mejor forma posible: analgésicos y almendras garrapiñadas compradas en un puesto de Marienplatz la noche anterior. El Café Lietpold esta situado al noroeste del centro de Munich y es uno de aquellos lugares que rezuman carestía desde el momento en que se franquea su puerta. Pero no solo eso, sino también, y por fortuna, todos aquellos valores estéticos y socioculturales que abundan igualmente en Austria y que hacen de la cultura alemana una maravilla: orden, eficiencia, elegancia, confort. Nos costó un rato decantarnos por una u otra sugerencia de menú-desayuno, y al final acabamos divergiendo: M. se zampó el Petite Suisse (varios tipos de queso, huevo duro y mermelada de higos) y yo el Italiano(mortadela y otros embutidos, huevos revueltos, queso gorgonzola). Solo hubo un fallo o, mejor dicho, una indeterminación: nunca llegamos a esclarecer si el zumo de naranja era natural o no lo era. Pero si lo era, no lo merecía. Con los estómagos convenientemente recompuestos, pusimos rumbo a la cita de las 12 en la plaza Marienplatz, donde la concurrencia se apretujaba para ver uno de los espectáculos básicos de Munich: las figuras animadas del reloj de la torre del Rathaus, que lejos de ser el «bluff» que nos habian pronosticado, resultaron sumamente interesantes, sobre todo por la sorpresa final en la justa de caballos, que no desvelaré aquí. Sin embargo, el gran descubrimiento, simultáneo a éste de las figuras del reloj, lo realizó M. al localizar un puesto donde servían vino caliente – ¡blanco!. Bien entonados nos dirigimos al Viktualenmarkt, el corazón mercantil de la ciudad, un mercado de alimentos que también estaba totalmente impregnado por la Navidad. De camino, en una esquina de las muy animadas plazas, un grupo de turistas se arremolinaba alrededor de un guia que explicaba la visita en castellano; aquel grupúsculo de turistas que estaba detenido, escuchando, no era más que una mínima disrupción turbulenta en medio del flujo laminar de seres humanos que iba y venia de una plaza a otra, pero fue suficiente para que una pareja de alemanes de mediana edad reparara en ellos y uno de ellos – el señor – profiriera con cara de evidente fastidio: «Spanisch!». Les cazamos en plena descarga de odio xenófobo y nos hizo gracia. Durante el resto del viaje ya no dejamos de imitarlo cada vez que nos cruzamos con españoles. Por entonces, era hora de hacer una pequeña concesión a mi pasión por las alturas. La iglesia de San Pedro tiene el mirador más interesante del centro. Últimamente M. se ha aficionado a disfrutar de los descuentos por razón de una supuesta juventud universitaria de la que, al menos en la documentación, ya no goza, pero que le ha dado varios casos de éxito recientemente (Acrópolis en Atenas, por ejemplo). Se trata de la exhibicion alevosa de su carnet del Colegio de Dentistas de Baleares. Con la lozania acompañando a su rostro y figura, seguirá desafiando su efectividad hasta que un dia, seguro que muy lejano en el tiempo, le pregunte de nuevo al espejito: «espejito, espejito, quien es la mas joven y mas bella del reino» y el espejito le responda «lo siento, pero ya eres sólo la mas bella». Pero en esta ocasión el truco le funcionó una vez más, y el mostachudo vendedor de entradas de la torre pronunció un elocuente «Ah! Dentista de Baleares»,como si fuera conocedor del engaño pero a la vez se sintiera complacido por la sonoridad del mismo, o como si fuese uno que falta en su colección. Tras subir un buen número de escalones nos encontramos arriba. A lo largo de los 360 grados de su perimetro observamos y descubrimos cosas interesantes sobre la ciudad de Munich: que los edificios bajos y con tejados rojos son la arquitectura predominante; que los Alpes recortan sus siluetas muy levemente incluso en los dias más claros, como si se rebelaran contra el hecho de ser un adorno más de Munich y reivindicaran constituirse en reclamo suficiente por sí solo, al que es preciso desplazarse para contemplar; que las puestos navideños se prolongaban de forma interminable a lo largo de la calle que partía hacia el oeste desde Marienplatz, calle que mas tarde nuestros pies cabalgarian sin remisión posible. Como casi siempre que contemplo edificios historicos en alguna ciudad alemana, volví a preguntarme de las alturas de la torre de la iglesia de San Pedro si todo aquello habría sido destruido por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.Techos de la emblemática cervecería Hof Brauhaus
Al salir de Hof Brauhaus (con el souvenir de una taza de cerveza) la oscuridad había caído sobre Munich y con ella lo hicieron nuestras energías. Tuvimos aún a bien recorrer los últimos puestos del día en Marienplatz, después de lo cual nos retiramos con la calle aún concurrida y volvimos a nuestro cálido apartamento de acogida. Al día siguiente, nos levantamos, empaquetamos y salimos a la calle un domingo maravilloso. Tras repetir en Cafe Luitpold, nos apresuramos de vuelta al apartamento para recoger las maletas. Ni rastro de Pauli – el gato albino, el que porta el frío de la noche en su pelaje – y tampoco de su dueño. Tras cerrar la puerta con las llaves dentro, nos dirigimos con total parsimonia a la agencia de alquiler de coches, inconscientes hasta la médula de nuestra temeraria impuntualidad. Pues justo en el momento que franqueábamos la puerta del local, la cara de la agente nos indicaba sin necesidad de palabras que éramos la causa de su fastidio y que le estábamos impidiendo cerrar para disfrutar de un breve – si bien soleado – fin de semana. Un error imperdonable para mí, paladín de la puntualidad y adalid del margen de seguridad en cuanto a plazos se refiere, sin duda explicable por la deficiente información de la página de internet donde realicé la reserva. Nos dieron un pequeño Opel Corsa que nos llevó con presteza rumbo al norte, con destino a la bonita ciudad de Nuremberg. Continuará