“La siguiente crónica es producto de la ficción, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”
Desde chica, Ariadna se interesó por el cine. Rebelde y aburrida cual “Ifigenia” de Teresa de La Parra, pasó por innúmeras escuelas hasta lograr terminar el bachillerato. El día final de la secundaria significó para ella dos cosas: En primer lugar, la salida -hasta entonces imposible- de centros reclusorios dizque escolares permeados por la copiazón, el caletre y no por la reflexión. Y en segundo, la apertura -¡Al fin!- al mundo anhelado de la formación cinematográfica en un lugar que Buñuel bien pudo haber llamado “Miranda”.
Entró así en un Instituto, entonces importante más por único que por destacado académicamente hablando, subsidiado por el Estado.
Dicho Instituto estaba caracterizado por el desorden, la falta de pénsum, una visión estrictamente autoral y la libertad: copias de grandes clásicos como Einsenstein, grabados con cámara Hi-8 directamente de las proyecciones de la Cinemateca Nacional. Pero la mala copia era lo de menos. Realmente no importaba que la biblioteca, repleta de títulos importantes como “El arte de la escritura dramática” de Lajos Egri ó “El Cine según Hitchcock” de Truffaut, se las comiera la humedad del lugar, ó que el dueño del sitio interrumpiera las pocas clases que daba gracias a los olores a perro muerto que emanaban del jardín cada vez que llovía.
Todos esos “detalles” eran nimiedades al lado de ver clases con personas que realmente amaban al cine (aunque ninguno trabajara en él) y la mística con la cual, junto a otros chicos, Ariadna podía hacer sus cortos.
Más de una vez, tras horas de viaje y esfuerzos de producciones incipientes, los equipos de dicho Instituto carecieron de visor o presentaron alguna falla técnica que conllevaron a la frustración del equipo de producción y actores. El fantasma de la “no culminación” acecharon a la joven que desde entonces debió percibir que esto del Cine en la “República de Miranda” era algo realmente complicado.
Pero cierto impulso sadomasoquista siguió dándole fuerzas para seguir. Pronto, al saber que no había luz al final del túnel, es decir, culminación de un pénsum de estudios en este Instituto que se decía anticapitalista y anti-hollywood pero que no daba su brazo a torcer ante cualquier atraso en sus eternas e infinitas matrículas, Ariadna buscó otras opciones.
Fue entonces cuando cayó en la “Universidad de Miranda”, signada mayoritariamente por la formación teórica un tanto anacrónica del análisis Econiano funcional-estructural. Sin embargo, y más allá de la tarea destinada a críticos, Ariadna percibió esperanzas en sus maestros de realización.
Ahora, en la Universidad de Miranda, tenía cerca a Cineastas reconocidos dentro de ésta República aislada e incipiente, cuyo destino más alentador era el fogueo en telenovelas de Venevisión, tipo “El País de la mujeres”; otros cuyo sustento de vida terminó en la conformación de videoclubes quebrados por la piratería y arrasados por la tragedia de Vargas; otros que hipotecaron sus casas y bienes en la realización de filmes largos, tediosos y pretenciosos mientras daban sus clases mirándose al espejo.
Pero dentro de este panorama, hubo uno, un sólo realizador-maestro que le abrió luces a Ariadna en la República de Miranda. Un cineasta formado en Europa, que había conocido a Fellini y se había forjado en la escuela de Polanski. Un cineasta que un día lluvioso la paró frente a la escuela y le mostró dos camionetas: La primera, bastante nueva y lujosa y la segunda, la de él, vieja y destartalada. Sus palabras frente a los dos automóviles fueron para la joven premonitorias y lapidarias. Señalando la lujosa, dijo: “Esto es trabajar para la TV”; acto seguido, señalando su cacharro destartalado, aseveró: “Esto es trabajar en el cine. Si quieres dedicarte a esto y expresar algo, tienes que salir pronto de aquí”.
Ariadna lo pensó un poco, después de todo esta decadencia e indolencia la había visto antes en aquel Instituto subsidiado sin fin y resultados, pero que mal que bien sobrevivía gracias a los petro-dólares del Estado.
En ese momento, Ariadna ya conocía y apreciaba el cine gracias al conocimiento impartido por sus maestros de historia, gentes bastante eruditas que desayunaban cigarrillos y Cheez wiz (sus sueldos no daban para más); y que más tarde, a la hora de defender su tesis, le recomendaron lo mismo: “Si quieres dedicarte a esto tienes que salir de aquí”.
Y así fue. Ariadna salió de allí a una nueva promesa: La República de Miranda se sublevaba, asomaba la posibilidad de una Revolución audiovisual, prometiendo Potemkim, lenguajes tarkovskianos y Vanguardia cinematográfica con Revolución de Octubre y Abriles incluídos… Gracias a esto pudo foguearse haciendo trabajos de presupuesto mínimo que supuestamente serían exhibidos en TV y, aunque se trataba de propaganda, lo importante fue la práctica que adquirió hasta que la censura tocó su puerta.
Para este momento Ariadna, además de conocer la historia de Einsenstein de cabo a rabo, había visto “Mephisto” de Itsván Szabó y había leído el “Cine de Goebbels”. Tras haberse codeado con muchos Mephistos en la República de Miranda, decidió seguir el consejo y partir a tierras lejanas.
Logró entonces, en tierra Chinameca, vislumbrar un cine de verdad, verdad. Se encontró con que el cine de Miranda no era más que un ejercicio desconocido en otras latitudes y, a pesar de arrepentirse por no haber salido antes, pudo entrar en la escuela de un país que, a diferencia de Miranda no tenía revolución sino todo lo contrario: neoliberalismo puro y duro, economía de mercado; pero que aportaba conocimientos gratuitos por parte del Estado y muchos, pero muchos subsidios y posibilidades. En Chinameca sí que encontró industria: Escuelas que lograban ganancias gracias a su colocación en salas comerciales ó ganadoras en festivales y no de público. Películas subsidiadas de estudiantes que garantizaban compra de equipos y financiamientos para hasta tres películas noveles más. Formación traducida en ganancias, desarrollo y prestigio.
De modo que en la nueva escuela “Chinameca”, Ariadna tuvo maestros ganadores en Cannes, Berlín y otros que hasta ganaron demandas a cineastas imperialistas como Mel Gibson.
En la República Chinameca, Ariadna accedió a copias originales a bajo costo, a la visualización de cinematografías diversas, encontró amigos de la niñez con intuición más precoz que la de ella que ahora ostentaban cargos importantes en Avid, expertos en Sonido Dolby… Accedió también al intercambio con cineastas noveles pero bien colocados, de actitud bastante humilde dispuestos a impartir conocimientos cuyo comportamiento mucho distó de aquellos compatriotas suyos de Miranda, que por hacer fracasos taquilleros como el “Toro de la obscuridad” se creyeron grandes cacaos aunque nadie los conozca (y si alguien se los topa sale corriendo). A Ariadna hasta le dio pena decir que los del “Toro de la Obscuridad” eran sus compatriotas. Pero bueno, pronto entendió que el mundo del cine era y es muy, pero muy difícil y poco democrático. Siempre es mejor callar.
Años después en Chinameca, en una tarde soleada de esa República, Ariadna tuvo la oportunidad de asistir a la asesoría del guión de un chico procedente de la República de Miranda que se midió con más de 500 jóvenes aspirantes en una importante casa de Estudios Cinematográficos en ese país y quedó seleccionado.
El chico, de 19 años apenas, con barba similar a la de Fidel Castro, se declaró revolucionario de Miranda al tiempo que leyó un cortometraje que versaba sobre lo malignos que son los gringos. Sin pudor, el chico de Miranda comentó a nosotros los oyentes su fe en la Revolución de Miranda y reconoció que esa “revolución” que él sigue y admira , cerró las becas hasta entonces existentes en el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía de Miranda, que ahora le niegan realizar su corto en las fechas estipuladas por su prestigiosa escuela.
Su ciega desgracia -Él no la ve como tal pues apenas contaba con 8 años de edad cuando se inició la “Revolución” de Miranda y por tanto, es lo único que conoce- se ve aunada por los atrasos que el control de cambios imperante en Miranda impone a su humilde familia provinciana.
Al leer el corto y escuchar sus palabras, Ariadna salió corriendo. Al alejarse, pensó mientras deambulaba por las calles chinamecas: ¿Sabrá este chico que la mejor época de Hollywood estuvo nutrida por migrantes alemanes, rusos, polacos, italianos, austriacos, húngaros? ¿Sabrá este chico quiénes fueron y de dónde provienen Fritz Lang, Hitchcock, John M. Stahl, Duglas Sirk, Coppola, Scorsese, entre otros? ¿Sabrá que fueron los judíos niuyokinos los que defendieron los derechos de los negros en la época de los Black Panters? ¿Sabrá que los trotskistas hallaron seguridad y refugio en los EEUU cuando la persecución y genocidio stalinistas acabaron con la vida de toda su familia y con más de 20 millones de personas? ¿Sabrá él que Bertolt Brecht, de quien dice lo inspiró a la dirección actoral para su corto, terminó en los EEUU durante largas décadas? ¿Sabrá que Kurt Weill también terminó allí?
Montada en un taxi muy barato a pesar de que, a diferencia de Miranda -también país petrolero- en Chinameca la gasolina es muy cara; Ariadna piensa y llega a la conclusión de que el subdesarrollo y el fascismo tropical Mirandino va más allá de las fronteras geográficas enquistándose en las gríngolas del pensamiento.
Ariadna no puede dejar de sentir rabia ante el robo hecho a los ciudadanos de Miranda que pagan impuestos destinados a una formación y cultura cinematográficas que es negada a sus ciudadanos en el mundo, tal como pasa con este chico que sigue rindiéndole culto a los verdugos de su profesión.
Se respeta que en Miranda se estrenen películas buenas: “Hermano”, “Cheila”, “La hora Cero”, pero no puede obviar pensar: ¿Dónde se formaron sus autores? ¿En Miranda ó en otras latitudes?
Se respeta la obra de esos que mientan “Los Rodríguez”, pero reitero: ¿Cuál ha sido su formación? ¿Tiene que ver con la República de Miranda o con los grandes esfuerzos voluntarios, vocacionales e individuales de sus realizadores?
Dejo a ustedes esta reflexión.