Crónica viajera desde el paraíso (III)

Publicado el 01 septiembre 2014 por Benjamín Recacha García @brecacha

El Valle de Pineta, un paraíso bellísimo e inspirador.   Foto: Benjamín Recacha

Y llegó el turno de Pineta. Después de Añisclo y del ibón de Plan decidimos acercarnos al Valle de Pineta, mi lugar especial en el mundo, el que me llena el corazón de alegría, los pulmones de oxígeno y la mente de paz. Si el cerebro fuera una pantalla de ordenador, el circo de Pineta ocuparía la imagen de fondo, con sus bosques de hayas, abetos y pino negro; con sus heleros salpicando las laderas de las imponentes montañas cuyo perfil inconfundible se recorta contra el cielo; y con sus cascadas, que se derraman incansables para confluir en el saltarín río Cinca.

El sonido del agua es allí un compañero inseparable, y más cuando el objetivo de la ruta es precisamente la conocida como cascada del Cinca, la que para nosotros, los habitantes de los veranos de Pineta, fue siempre la Cola de Caballo (no confundir con la Cola de Caballo de Ordesa, preciosa e igualmente impresionante).

El Cinca cae impetuoso en su curso alto.   Foto: Benjamín Recacha

Hasta allí nos encaminamos tomando la pista ancha que tantas veces me sirvió de calentamiento para afrontar el verdadero inicio de la excursión al Balcón de Pineta y el lago helado de Marboré. Tras un paseo de un cuarto de hora llegamos a la primera cascada, una de las más accesibles de todo el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, que forma parte de esa escalera de furiosos saltos de agua que, como un niño incansable, configuran el curso inicial del Cinca. Sus aguas se vierten desde los 2.500 metros de altura por una ladera que cae unos mil metros en ángulo cercano a los 90 grados brindando un bellísimo espectáculo sonoro y visual.

Parece que no avanzamos, pero sí, lo hacemos.   Foto: Benjamín Recacha

Tras el puente que atraviesa esta primera cascada sale el sendero que nos llevará hasta su hermana mayor y, unas horas y bastantes esfuerzos después, hasta el Balcón de Pineta. Hacía muchos años que no lo tomaba, y eso me hizo rememorar viejas sensaciones: la sensación de la subida en alta montaña, en la que cada paso cuesta y te sientes anclado al suelo, pero avanzas, poco a poco, con trabajo, y aunque parece que queda todo el camino por delante, cuando giras la cabeza te das cuenta del trecho recorrido porque aquel puente por el que habías pasado ahora se ve pequeñito, con hormiguitas cruzándolo.

De lo que pronto me percato es que hay tramos en los que cuesta encontrar por dónde sigue la senda. Es extraño, como si ya no estuviera en uso. En algún punto incluso tenemos que ayudarnos de las manos para avanzar. “Creo que no hemos cogido el camino bueno, pero no lo entiendo porque estamos yendo por la misma ruta de siempre”, anuncio a mi mujer y a mi hijo. Él, encantado de explorar y descubrir nuevos rincones. Finalmente, logramos salir del bosque de helechos… aunque bastante más abajo de por donde discurre el camino “oficial”. Efectivamente, habíamos tomado la ruta antigua, que ya ni siquiera tiene las señales de indicación que se colocan al principio, como descubriremos al bajar. Al subir no lo hicimos porque tomamos un pequeño atajo.

La impresionante cascada del Cinca, cada vez más próxima.   Foto: Benjamín Recacha

La cascada ahora ya se ve bastante más cercana, igual que los picos de las moles por cuya falda transitamos. Si tuviéramos que seguir hasta Marboré o la Faja de Tormosa la excursión no habría hecho más que empezar, pero en esta ocasión nuestro destino está bastante más cercano. Este año hay mucha agua, caen regueros por todas partes, incluso por lugares por donde no los recordaba. El invierno fue abundante en nieves. De hecho, en pleno agosto aún se ven numerosos heleros a alturas poco considerables, como el que tenemos enfrente.

Uno de los heleros que en pleno agosto salpican el paisaje.   Foto: Benjamín Recacha

Prácticamente tenemos que pasar junto al hielo para continuar hasta la cascada. “¿Vamos a ir a la nieve?”, pregunta Albert. Recuerdo la fascinación que sentía por esos heleros cuando era sólo un poco mayor que él. Me resultaba casi mágico pensar que aquella nieve pudiera estar allí en pleno verano. Para llegar a Marboré teníamos que andar un buen tramo por encima de ella. Este año el lago tenía que estar precioso, incluso puede que permaneciera en parte helado, como quince años atrás. Pronto volveré a subir, cuando Albert tenga un par de añitos más.

¡Hemos llegado a la nieve!   Foto: Benjamín Recacha

En fin, que, evidentemente, llegamos hasta el helero, lo tocamos y nos inmortalizamos junto a él, sudorosos pero felices.

La punta del Forcarral y el Pico de Pineta dominan el paisaje. Foto: Benjamín Recacha Los preciosos lirios azules, cerca de la cascada del Cinca. Foto: Benjamín Recacha El Valle de Pineta a nuestros pies. Foto: Benjamín Recacha

Es hora de comer, así que decidimos hacer parada muy poco antes de la cascada, en una roca plana, en plena ladera, que parece puesta ahí para la ocasión. El lugar es idílico. El Valle de Pineta a nuestros pies; rodeados de flores, en especial los preciosos lirios azules, que están esplendorosos; y la fuerza impresionante de la cascada del Cinca, que no vemos directamente, pero sí la lluvia incesante que produce al chocar el agua contra el agua y las rocas. La magia se incrementa aún más cuando dos quebrantahuesos deciden pasear sobre nuestras cabezas. Es entonces cuando celebro haber cargado con los prismáticos todo el camino. Qué bien se ven. Puedo distinguir cada detalle de unas aves preciosas.

Con la retina y el estómago llenos, de alimentos tan diferentes pero ambos imprescindibles, reanudamos la marcha para poner la guinda al pastel de un día fantástico.

La cascada del Cinca impresiona por su fuerza.   Foto: Benjamín Recacha

La cascada impresiona. No sabría decir cuántos metros salva el agua en su caída, pero son muchos, que se van multiplicando en los sucesivos saltos hasta llegar al valle. En cualquier caso, lo más impresionante es la fuerza con la que cae, salpicándolo todo a su alrededor. El río ruge, advirtiendo al excursionista intrépido del peligro que corre si arriesga más de lo razonable.

Inmortalizando el momento desde el puentecito metálico situado a los pies de la cascada.   Foto: Benjamín Recacha

Nosotros nos conformamos con situarnos sobre el pequeño puente metálico para (ducharnos y) fotografiarnos con la parte superior de la cascada detrás. El resto de la cola de caballo queda tapada por las rocas. Cruzando el puente sigue la ruta hacia la Faja de Tormosa, una de las excursiones más bonitas (y duras, sobre todo por un descenso final criminal para las rodillas) de las muchísimas que se pueden hacer en el sector Pineta del Parque Nacional. Sin embargo, el puente no salva todo el cauce, por el que baja más agua de la habitual, de manera que para llegar al otro lado hay que saltar algunas rocas, con el peligro que ello conlleva. Mojadas como están no sería extraño acabar resbalando. Lo dejaremos para más adelante.

‘El viaje de Pau’ junto a su inspiradora cascada del Cinca. Foto: Benjamín Recacha Ahora la cascada se ve más. Foto: autodisparador de una vieja cámara digital Sony

Toca regresar. Esta vez tomamos la pista marcada y en menos de una hora llegamos al inicio, situado unos metros más allá del que yo recordaba. Ya sólo queda el paseo por la pista ancha, y, una vez abajo, volver al camping para reponer fuerzas y recrearnos en el recuerdo de un día maravilloso.

Los lirios azules nos dan la bienvenida al espectáculo del agua en estado salvaje.   Foto: Benjamín Recacha