Estoy comenzando a leer la densa Historia del cristianismo, de Paul Johnson, pero ya en sus primeras páginas se advierte lo conflictiva que ha sido la ciudad de Jerusalén a lo largo de la historia. Cuando todavía no habían hecho aparición las otras dos grandes religiones que van a marcar el devenir de la ciudad, el cristianismo y el islam, los milenarios judíos se encontraban divididos en sectas, más o menos fanáticas, algunas partidarias de colaborar con el ocupante romano y otras de expulsarlos. La situación no hizo sino hacerse más compleja a lo largo de los siglos y el visitante extranjero de la ciudad santa - el propio Delisle, que nos ofrece su punto de vista con este cómic - no puede sino sentirse abrumado por el peso de cientos de tradiciones que pueden parecer absurdas a los ojos del hombre contemporáneo, sobre todo del occidental, que ha superado en gran medida la visión teocéntrica de la existencia.
Entre las muchas anécdotas y encuentros que narra el autor, hay una que, por divertida e ingeniosa, no deja de llamar mi atención. Se trata del diálogo con una psicóloga, que trata de explicar el carácter de Israel en términos freudianos: "Mira, los niños a los que les pegan tendrán tendencia a recrear este esquema y pegarán a sus hijos. Imagina que aplicamos el mismo patrón de funcionamiento a un pueblo. Los judíos en Israel reproducen con otro pueblo los tormentos que han sufrido durante generaciones." Y algo de verdad debe haber en ello, porque la descripción de las relaciones jurídicas, económicas y políticas (con implicaciones de la ONU, ONGs y otros organismos internacionales) son sencillamente inextricables, aunque pueden resumirse en la primacía de Israel y su política de seguridad, lo que le otorga el derecho de construir muros y ahogar al pueblo palestino, organizando de vez en cuando castigos militares contra el mismo. Delisle, en sus doce meses de estancia, intenta entablar diálogo con toda clase de interlocutores y los resultados son desiguales: desde el palestino desalentado hasta el colono judío que basa la violencia contra sus vecinos árabes en el cumplimiento estricto de la ley de Dios.
Crónicas de Jerusalén no alcanza en ningún momento la calidad de su album más conocido, Pyongyang, comentado hace unos meses en este blog, pero es que el material en el que se basaba aquel era oro puro: Delisle parecía haber viajado a un mundo desconocido, al corazón orwelliano de una nación que se movía por reglas aberrantes. Jerusalén es también un lugar insólito, pero los que leemos habitualmente periódicos estamos aburridos de las crónicas, siempre muy parecidas, de un conflicto eterno. Lo que verdaderamente hace valiosa la crónica del autor canadiense es la objetividad de sus juicios de observador curioso y a veces algo cándido, que nos muestran una ciudad en la que el espectáculo de vida humana puede tomar las formas más insospechadas. Una ciudad tan interesante como fatigante, debido al continuo estado de alerta en el que vive y el fanatismo religioso (aunque no falte la gente tolerante) que se respira en cada uno de sus recovecos.