Porque lo de la ensalada rusa para dar nombre a nuestras modestísimas raciones de ensalada de gallina de los años cuarenta, sólo es precedente verbal de las mentirosas ilusiones que los venezolanos albergan en medio de circunstancias nada favorables.
Elisa Lerner.
Por aquellas casualidades de la vida, el año pasado leí Viaje al amanecer del ilustre Mariano Picón-Salas. Un libro caracterizado por muchos elementos y dos de ellos, como la evocación y la nostalgia, también están presentes en Crónicas desde San Bernardino de Arturo Almandoz Marte. No en balde y en unas cuantas ocasiones, alude al maestro Picón-Salas como referente obligatorio que es –junto a voces como las de Mario Briceño Iragorry, Miguel Otero Silva, entre otras– dentro de esa prosa evocatoria de la cual también se vale el autor en este breve pero exquisito libro de crónicas; relatos que son un canto al pasado y un tributo personal a su familia, que al fin de cuentas, se transforma en colectivo cuando las historias traspasan las paredes del hogar.
El epicentro de las historias está en San Bernardino, pero todo el imaginario, las referencias y el contexto histórico-social, apunta a la ciudad entera y en otros casos a toda Venezuela. Están allí las calles, los cines, las librerías, las incipientes avenidas, las sempiternas vallas publicitarias (las que quedan), comercios que ya no existen y otros, como las panaderías, que han pasado por ese proceso de modernización para continuar en pie. Referencias muy caraqueñas pero que sin duda fueron proyectadas y hallaron su espejo en otras ciudades del país que también hicieron lo propio dentro del imaginario urbanístico.
Destaca con gracia y sazón dentro de Crónicas desde San Bernardino, como elemento que sí forma parte del absoluto raigambre colectivo, es el gastronómico.Almandoz rememora unos cuantos productos que, dentro de la mesa o la despensa venezolana, fueron y siguen siendo imprescindibles: allí está las sopas Maggi y la crema de arroz Polly; la luchadora harina PAN que tanto sabe de rellenos, como de sobredemanda y escasez en algunas épocas; los dulces más rebuscados a través de recetas importadas de Europa y las donas bañadas en Nevazúcar; los consabidos tequeños, las bolitas de carne, las hallacas y algunas bebidas espirituosas. Sin duda, todo un catálogo que viene a cubrir el apetito de los cuatro puntos cardinales del país.
También están las referencias que vienen a alimentar el espíritu, las que entran por el oído mientras gira el “picó” de la sala con música de los 60’ y algunos valses, y las que entran por la vista, como “La lechera” de Vermeer y se expanden por todos los sentidos cuando de literatura se trata, que amén de los ya mencionados en el primer párrafo, van desde Thomas Mann hasta Armas Alfonzo, pasando por Ionesco hasta Elisa Lerner, y los imprescindibles Ramos Sucre, Salvador Garmendia y otros tantos que alargarían esta encomiable lista.
Crónicas desde San Bernardino está dividida en tres partes, y como era de imaginarse, el cierre del libro no deja de ser conmovedor cuando el autor reflexiona sobre el caos que ha envuelto a la ciudad más allá del tema político que también tiene su cuota aquí, desde la dictadura de Pérez Jiménez hasta el “socialismo del siglo XXI” en curso. “Crepúsculo y senectud”, como se titula la tercera parte, también muestra el fin del camino en el ciclo de la vida para la hermanastra y la madre del autor, que dicho sea de paso, logra a través de una prosa intachable entremezclando cotidianidad y buen ojo para describir contexto y emociones.
Son muchísimas las referencias que no menciono, pero dejo abierta la inquietud para que se adentre en estas crónicas que vale la pena leer y releer. Este libro es un estupendo caleidoscopio de lo que fuimos y somos, con algunos aciertos y otras equivocaciones en cuanto al proceso constructivo de nuestra urbe, que sin duda, forman parte de esa historia silente con la cual se visten edificios y plazas, calles y avenidas, por las cuales han transitado los constructores de una ciudad.